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jueves, 14 de marzo de 2019

Desde Macondo. VOTAR POR DERECHO

O por obligación, que unos días pienso una cosa y otros, la contraria. Recuerdo cómo me escandalicé hace muchos años, en una remota región de los Andes peruanos, y en plena campaña electoral, por cierto, al conocer que el voto era obligatorio. Que si no bajabas de tu perdida aldea, a pie, entre barro y piedras y a veces con tres o cuatro horas de camino, para depositar tu voto en la urna, además de una multa (que nadie podía pagar en plena economía de subsistencia), perdías “derechos civiles”. Es decir, no podías coger el transporte público, ni acceder a ayudas ni contar con la mínima asistencia para vivir o morirte.
          Era joven y defendía con uñas y dientes que la libertad constituía la base de la democracia. La libertad de elegir o de no hacerlo. Y lo entendía más aún en una zona con un noventa y muchos por ciento de analfabetos y cien por cien de quechua-hablantes, que ni sabían leer los carteles electorales en el más pulcro castellano.
          Han cambiado los tiempos, y, obviamente, yo también. Me consta que quedan dos docenas de países en el mundo que mantienen el voto obligatorio, entre ellos, alguno tan “civilizado” como Bélgica, o Australia, o Grecia, además de varios latinoamericanos o de otros, como Líbano, en el que sólo los hombres tienen que ir a las urnas sí o sí.
          Y con el cambio, me preocupa más el abstencionismo que la fórmula para elegir representantes. No me vale un cien por cien de participación cuando no tienes más narices que participar, pero me vale mucho menos un 47 por ciento, incluso menos, cuando cuentas con la posibilidad de elegir. Y no voy a ser yo la que analice-que hay mucho politólogo suelto-las causas de esta progresiva desafección por la política, del alejamiento de la gente, especialmente, pero no exclusivamente, de los jóvenes, de la actualidad, de la realidad en la que, quieran o no, deben moverse hoy y en el futuro.
          Con todos los respetos a quienes votan en blanco, o no lo hacen porque no encuentran una opción que responda a sus intereses, el peor abstencionista es el que dice que no le interesa la política, el que no sabe qué política es ir a la universidad, o al médico, o poder llevar al niño a la guardería o tener quien atienda a la abuela mientras trabajas. O tener las mismas oportunidades de acceso a puestos de trabajo, cobrar lo mismo por el mismo esfuerzo, amar a quien quieras sin esconderte o tener derecho a soñar con un futuro mejor.
          No puedo respetar, ni quiero hacerlo, a los que se justifican diciendo que todos son iguales, entre otras cosas, porque la mayoría ni se habrán leído el programa, ni a los que no dedican ni un segundo a pensar cómo puede influir su decisión de no votar en la vida de sus hijos, de sus padres, de sus vecinos.
          A quienes ni se plantean buscarse en el censo electoral, porque lo consideran una pérdida de tiempo y a todos aquellos para los que el 28 de abril y el 26 de mayo sólo son dos domingos de primavera en el calendario.
          También en Macondo hubo elecciones. Allí sólo había conservadores o liberales. Para don Apolinar Moscote, miembro efectivo del partido conservador, los liberales “eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio.  Los conservadores, en cambio, “eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, el orden público y  la moral familiar y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas”.   Una única urna situada en el medio de la plaza, donde se depositaban las papeletas azules o rojas, y todos votando, aunque un viejo y agotado coronel Aureliano Buendía termina constatando que “la única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho" .

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