Muchos no lo recordaréis. De hecho, ni
siquiera puede estar en la hemeroteca de este diario que tenéis en vuestras
manos. Para mí, será por la edad o por las buenas noticias (entre interrogantes
aún), sobre el caudal del río, se ha situado en primer plano de mis imágenes
del Tajo. En 1998, un par de días antes de que La Tribuna de Talavera estuviera
en las calles, el río decidió hacerse presente en nuestras vidas, y nos
proporcionó una semana de sobresaltos, de arroyos desbordados, de caudal
preocupante por lo alto (ciencia ficción en estos tiempos), de indignación por
los desembalses, y de “romerías” a la presa de Cazalegas para ver el
espectáculo ensordecedor de las compuertas abiertas.
No creo que eso pase nunca más, por
muchos años que vivamos, y con la certeza de un cambio climático que cada vez
nos desertiza más. Pero nadie podrá quitarme el recuerdo del río furioso
queriendo tragarse todos los ojos del puente; de esa madrugada en la que todos
dormimos con un ojo abierto, esperando el “pico” más alto de la riada que
varios sótanos inundados, alerta en los centros sanitarios y bomberos haciendo
horas extra.
Ya veis lo que puede despertar en una
mente calenturienta el mero anuncio de que los tribunales consideran que no se
ha respetado el caudal ecológico, el que permite la vida, sólo la vida, sin
episodios extraordinarios que, por otra parte, también son artificiales, como
el trasvase o como que el Tajo desemboque en Murcia.
Pero soñar es gratis, y más cuando todo
es tan caro, cuando hace años que sólo vemos un río moribundo arrastrándose
dolorido entre maleza e islotes de arena; cuando mosquitos y bichos inmundos de
todo tipo han sustituido a peces y patos y es poco menos que un ejercicio de
masoquismo pasear por las riberas en una noche cálida de verano. O de invierno,
que también las estaciones se alteran a golpe de trasvases.
Nos hemos agarrado como un clavo
ardiendo (y no lo vamos a soltar, aunque nos quememos), a la sentencia del
Tribunal Supremo que, aunque mucho más tarde de lo deseable, ha escuchado por
fin la voz de los que llevan años clamando en el desierto para evitar la muerte
definitiva del Tajo. No vamos a ver el río que cantaba Garcilaso en sus
églogas, pero confiamos en ver un río. Lo que toda la vida (hasta que alguien
decidió lo contrario), ha sido un río.
Cuando los Buendía pensaban que no
llegarían a ninguna parte, apareció un río de aguas diáfanas, que se
precipitaban sobre un lecho de piedras blancas y enormes como huevos
prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas no tenían nombre, y
para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Nosotros, aún no hemos olvidado conceptos como
aves, naturaleza, brisa, poesía peces, agua… vida.
Recuperarlos ya no es sólo un sueño.
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