Si
yo, que no mando ni cuando estoy sola, pudiera dictar un decreto, uno solo,
decretaría que este 2019 fuera el “Año de la Alegría”. Y que cada cual buscara
y rebuscara en sus adentros, por mucho que tuviese que ahondar, una chispa que
se dejara prender para cumplir con la “orden”. La de estar alegres.
Hay
que sacar la alegría de los remotos rincones en los que lleva escondida
demasiado tiempo, y hay que hacerlo aunque nos pille desganados, aunque la
razón nos diga lo contrario, aunque no podamos dejar de pensar en las dificultades
para abrir la puerta a la esperanza porque el hambre, el frío, el miedo, la
incertidumbre y la desesperación, no dan
tregua y no entienden de decretos.
Pero
llevamos muchos años tristes. Por muchos motivos. Es momento de decir, como
siempre he oído en mi pueblo, que tanta paz lleve el año viejo como descanso
deja. Que hemos cambiado de calendario y no nos vale lo de siempre.
Es
Año Nuevo en Macondo. Como en todas partes, diréis. Formalmente, sí, pero es
que aquí se nota más el tiempo circular, el eterno Día de la Marmota en el que nunca
pasa nada. Al menos, nada lo suficientemente bueno como para merecer un título
en este humilde espacio. Nada que nos alegre de verdad, más allá de las
minúsculas victorias cotidianas de cada cual.
Ni
después de pensar un buen rato, yo que soy de escribir con las tripas,
encuentro un adjetivo que defina mejor el 2018 que hemos despedido. Triste.
Como el anterior, el anterior, y muchos de los que les han precedido. Triste
con la tristeza que da estar en el mismo sitio, o de caminar sólo hacia atrás,
que es peor. Por ver cómo te adelantan por la derecha y por la izquierda, y
hasta te empujan para que te quites del medio y no molestes.
Creo que si
a los que ya hemos avanzado un buen trecho en la vida nos dieran la ocasión de borrar un año de los
vividos hasta el momento, lo tendríamos francamente difícil. No voy a hacer un
balance de lo perdido; no voy a meter el dedo en la llaga de la pobreza, de las
desigualdades, de la desesperanza y del futuro imperfecto. Las heridas siguen
abiertas y sin visos de cicatrizar. Cada
cual tiene las suyas y se las lame como puede. O hasta que puede.
Pero hay una
herida colectiva que se infecta año a año y que amenaza con gangrenarse,
llevándonos al final de los finales. Es la falta de alegría, que viene casi
siempre de la mano de la ilusión y de la esperanza. También ausentes. Tenemos
que sacudirnos el fatalismo, la resignación y el amargo convencimiento de que
los magos de Oriente sólo dejarán carbón en nuestros zapatos.
2019 tiene que ser el año de la alegría. De defenderla
con uñas y dientes, como se plasma en los archiconocidos versos de Benedetti: “Defender
la alegría como una trinchera, defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria
y los miserables, de las ausencias transitorias y las definitivas”.
De la tristeza.
Feliz
2019.
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