Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Desde Macondo. EL ÁRBOL DE PLATÓN


Entre el maremágnum de informaciones diarias repletas de dramas, de penas, de guerras, de presentes duros y futuros más que imperfectos, que ya hemos incorporado casi a la normalidad, se cuela de cuando en cuando alguna noticia que te sacude, que te impacta y remueve algo en ti. Algo que a menudo es la tristeza y la añoranza de tiempos pasados, que, sin duda alguna, fueron mejores.

      En una columnita de esas secciones de los periódicos por las que pasamos de puntillas, leo que los griegos han hecho leña del olivo de Platón, el árbol milenario bajo el cual el filósofo impartía sus enseñanzas a alumnos tan cualificados como Aristóteles. Primero llega la indignación. Y con la explicación, la tristeza. La imposibilidad de comprar combustible para cocinar o calentarse, después de muchos años de durísima crisis, ha hecho que nuestros vecinos helenos se echen al monte, literalmente, y vuelvan a utilizar la madera para estos menesteres.

      No sé quien dijo eso de “primum vívere, deinde fhilosophare”, primero vivir, comer, y luego, pensar. Pero aquí se cumple a rajatabla. Cierto es que el verdadero árbol, o una parte de él, está conservado, o estaba, en la universidad de Atenas, y que en su lugar y como símbolo se plantó otro (el que ahora ha sucumbido). Pero eso es lo de menos y no resta ni un ápice de importancia al hecho.

      La crisis se está llevando por delante museos, bibliotecas, joyas del patrimonio que no soportan la falta de mantenimiento, las inclemencias del tiempo y la pena por el abandono. Los árboles, la naturaleza, no iban a ser menos. En tiempos de “primum vivere” no importa mucho el estado de salud del olmo viejo de Machado, o del ciprés de Silos, el enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongoja el cielo con su lanza, y tantos otros que han inspirado a poetas, han alimentado leyendas, han cobijado episodios de la Historia… Han sido nuestro paisaje

      Y ahora son leña, como el olivo de Platón. Triste destino para el árbol que alumbró el ansia por saber, por entender, por avanzar. Sólo queda el consuelo de que todos los dioses del Olimpo maldigan a quienes han obligado a la gente de a pie a empuñar el hacha para defenderse del hambre, de la pobreza y del frío.

      Desde Macondo recuerdo otro árbol. Un castaño en el que empieza y termina la historia de los Buendía, sus cien años de soledad. El primero de la saga, José Arcadio, muere amarrado a su tronco tras años de locura. Al último Aureliano, al que nació con cola de cerdo, lo devoran las hormigas a su sombra, mientras Macondo desaparece en un pavoroso remolino de viento y polvo.
      Y su estirpe no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra. Tal vez nosotros podamos replantar el olivo de Platón, y estemos a tiempo de ver cómo reverdece el olmo de Machado. Pero hay cosas irrecuperables, las que se ha llevado el diluvio. Las que se han arrancado de raíz.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Desde Macondo. VIAJE A ITACA (Letra y Música)


Esto va de músicas, aunque las letras, omnipresentes, reclamen por derecho propio su espacio en esta columna.  Porque la banda sonora de mi vida está hecha de ambas cosas, de letras y de músicas, de canciones con mensaje, que se decía antes.
      Y que vuelve a decirse ahora. Yo creía que ha había llegado a Itaca, como en el poema de Kavafis, que ya guardaba en el baúl de los recuerdos los sonidos  con moraleja que me acompañaron en mi primera juventud, en los últimos coletazos del  franquismo, en la incierta Transición.  Ya había olvidado el escalofrío que recorría el cuerpo al escuchar eso de El Pueblo Unido Jamás Será Vencido, de Quilapayún, o el Todo Cambia, de Mercedes Sosa, o el Vientos del Pueblo, en la voz de Los Lobos; que no volvería a saltar con eso de Qué harías tú en  un ataque preventivo de la URSS; ni a corear La Estaca, de Lluis Llach.

      Pensaba que ya había llegado a Itaca, como el cantautor catalán tras décadas de canción protesta. Como Ulises después del largo camino: “… y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido con cuanto ganaste en el camino”. Nadie nos había avisado de que, andando el tiempo, deberíamos desandar lo andado, guardar las otras músicas que han sonado en el transcurrir de nuestros días, las que hemos ido descubriendo en cada momento, en cada situación, en cada etapa de la vida, para volver a empezar el viaje, mientras Penélope espera desesperada tejiendo y destejiendo tozudamente su tela.

      Hemos compuesto la sinfonía de nuestra vida, la banda sonora, mezclando flamenco y pop, rock y gregoriano, ópera y baladas, músicas del mundo, nanas y elegías. Alegrías, tristezas, con o sin letra, con ruidos y con silencios. De fondo o en primer plano, según el momento.

      El equipaje es ahora más abultado, distinto, pero parece que estuviéramos en el mismo puerto de salida. Con más años, con más músicas en el baúl de los recuerdos, en estos tiempos turbulentos la tele nos ofrece imágenes de jóvenes con el puño en alto, abrazados y coreando entusiasmados los mismos temas que sonaban cuando nosotros emprendimos el viaje.

      Y no sabemos si nuestros huesos cansados soportarán otra larga travesía, otras mil batallas en tierra y mar, si conseguiremos resistir el hechizo de Circe, cegar al cíclope o callar a las sirenas.  O si es tarde para cambiar de banda sonora, cuando ya hemos oído demasiadas músicas.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Desde Macondo. UNA DE ROMANOS


Tengo la molesta sensación de estar asistiendo a una interminable sesión de cine en la que, sí o sí, tienes que tragar lo que te echen. De todos los géneros y casi siempre con el mismo reparto. Sin poderte mover de la butaca aunque te duelan la espalda, la cabeza y el entendimiento, aunque sea infumable lo que sale en la pantalla. Una detrás de otra. A veces western malos, de cuatreros a los que siempre sacan sus amigos de la cárcel, burlando al sheriff y a quien se ponga por delante. Otras veces, rancias cintas españolas con profusión de caspas, señoritos y diligentes Gracitas Morales; hasta del cutre destape y humor zafio de la época de Esteso y compañía.
      O de mafiosos de serie B, de torpes delincuentes a los que se le cae la media de la cara mientras roban el banco; de piratas con decorados marinos imposibles, de intriga que no intrigan a nadie por previsibles, de amor irreal, cuando triunfa el amor entre la pobre sirvienta y el príncipe; de guerra en la que siempre ganan los americanos (o los alemanes), históricas con castillos de cartón y poco rigurosas con los hechos, galácticas, fantásticas…
      Y así hasta el infinito. Digitalizadas o como toda la vida. Hasta en 3D. Sin solución de continuidad y sin que nada suene a estreno. Es lo de siempre y nos han sacado la entrada contra nuestra voluntad. Día tras día, cual si cada uno de nosotros fuéramos un moderno Sísifo, condenado a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre por los siglos de los siglos.
      Vemos desfilar políticos o empresarios corruptos, una trama tras otra, hasta que llegamos a confundirlas en la misma, todos los escenarios posibles, Congreso, Senado, Gobiernos, Partidos políticos de todos los colores, Casa Real, Juzgados, folclóricas, amadores viajeros, banqueros… Un amplio reparto que no cabe en los títulos de crédito de las pantallas.
      Nos han convertido en simples figurantes en las películas que se han montado. Somos los que pagan las entradas y financian las producciones, sin derecho a nada más. Si acaso, a pedir que nos cambien la cartelera cada cuatro años.
      Una echa de menos esas pelis de romanos  de las tardes del sábado en las que tenías claro que los buenos eran los cristianos y los malos, los leones; que Ben-Hur ganaría la carrera de cuadrigas, que para eso era el prota; que Cleopatra pagaría por su perfidia y que César cruzaría el Rubicón.
      Y que los malísimos como Calígula y Nerón, tiranos, responsables de hambrunas y miserias entre el pueblo, y que tocaban la lira mientras ardía Roma, tuvieron el final que se merecían. Ay, cuánto tiempo sin ver una de romanos...

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Desde Macondo. PALABRAS DE SEGUNDA MANO


Ahora que la Real Academia nos acaba de obsequiar con una revisión del Diccionario, para introducir los términos que exigen los nuevos tiempos, y que la necesidad y la crisis han puesto de moda lo de la segunda mano, la venta de objetos usados. Y que el Gobierno nos atormenta un día sí y otro también con lo del autoempleo y las ayudas a lo que han dado en llamar emprendedores, y no son más que desesperados por trabajar de la forma que sea, se me ocurre que sería un buen negocio poner un puesto de palabras en desuso. De esas que un día llenaron nuestros periódicos, nuestras conversaciones, nuestras vidas, y ahora están olvidadas en el fondo de cualquier armario.

Sería un negocio modesto, sin pretensiones, sin que nos hiciera ricos en cuatro días. Y no precisaría de una gran inversión.  No sé si el tenderete debería estar en el centro del mundo, en el kilómetro cero; o en las puertas del Congreso, entre león y león; tal vez haya que colocarlo en el cielo, para que se vea desde cualquier parte, o montar sucursales en cada provincia, pueblo y aldea del país. O en las autopistas de la información, que permiten circular a toda velocidad.

      Tampoco hace falta mucha infraestructura. Las palabras pesan poco y ocupan menos.  Y no son tantas: Transparencia, solidaridad, rectitud, servicio público, igualdad, bienestar, respeto, compromiso, empatía, pan, democracia, justicia, salud, risa, alegría, esperanza, ilusión, futuro...

Estarían retirados, por caducados, otros términos como corrupción, opacidad, enriquecimiento ilícito, desempleo, frío, hambre, tristeza, desesperanza, desesperación, miedo, inseguridad, insensibilidad, pobreza...

Me viene a la memoria un cuento corto de Isabel Allende en el que la protagonista, Belisa Crepusculario, tenía por oficio vender palabras, desde que descubriera que no tenían dueño, y cualquiera las podía utilizar a su antojo, y hasta sacar provecho de ellas. Y así se ganaba la vida, de pueblo en pueblo, con su tenderete de palabras. Hasta que llegó un militar aspirante a político y le pidió las palabras precisas para ser presidente. No fue fácil encontrarlas, porque tuvo que descartar  las demasiado floridas, las desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento y la intuición de los hombres y mujeres.

Es tiempo de vender palabras recuperadas, de ponernos todos a ello hasta que alguien las compre, sin miedo a que puedan acusarnos de venta ilegal y nos retiren la mercancía. Pero se trata de recoger los trastos, plegar la manta e instalarnos en otro sitio. Sin descanso.

      Ojalá fuese tan fácil. Ojalá el viento, que se lleva las palabras, las deposite en el lugar preciso.

 

 

 

jueves, 30 de octubre de 2014

Desde Macondo. TIEMPO DE GRANADAS


Primero escuchamos “Operación Púnica”, y mi cabeza se fue a las guerras entre romanos y cartagineses, a Aníbal con sus elefantes y al rotundo “Carthago delenda est” que puso fin a una de las civilizaciones más florecientes. Pero no. Faltaba la segunda parte, el “granatum”. La operación del árbol del granado, que toma su nombre del apellido del cabecilla de la penúltima red de corrupción que hemos conocido.

       En tiempo de granadas. Las dos que habitan mi frutero me miran compungidas, como si sobre ellas hubiera caído también el peso de la ignominia, como si en la redada, en la operación que les ha robado el nombre, hubiera caído también su prestigio y su historia.

      Los enviados de Moisés a la Tierra Prometida trajeron granadas, como símbolo de la fecundidad; Afrodita plantó el primer granado de la Grecia antigua, en Egipto se enterraba a los muertos con ellas, para facilitar el paso a la vida eterna, y en China se esparcen sus granos en la cámara nupcial para atraer la prosperidad. Romeo declara su amor a Julieta a la sombra de un granado, y el Amado y la Amada de San Juan de la Cruz degustan escondidos el mosto de granada.

      Tuve como un tesoro, perdido con el tiempo y con los años, un libro de cuentos de Oscar Wilde, “La Casa de las Granadas”, que por asociación de ideas llega hoy hasta estas líneas. En el primero de los relatos se abordan las diferencias entre ricos y pobres, la vanidad y ostentación de unos y la desgracia de los menos favorecidos. Y una frase que luego he visto publicada por ahí: "Mientras nosotros pisamos las uvas, otros se beben el vino".

      Es tiempo de granadas y, en adelante, cuando piense en éllas, cuando retrase hasta el infinito el momento de ponerme a desgranarlas, cuando estallen en mi boca con ese sabor indescriptible y único, no podré pensar en aromas del Oriente donde nacieron, en los bereberes que la trajeron a España, en fecundidad y prosperidad, en cuentos y en historias de amor.

      El dulce mostro de la granada va a quedar ligado para siempre a operación policial, a corrupción, a burla, al tiempo que nos ha tocado vivir y que ni tan siquiera permite la ensoñación, porque la realidad golpea insistentemente en nuestras puertas.

      Podían haberla llamado de otra forma. Gurtel, por ejemplo, (correa en alemán y apellido de otro sinvergüenza), que no me sugiere nada. Pero la han llamado Púnica Granatum y al mismo  tiempo han matado los símbolos.
      Y los sueños.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Desde Macondo. EL SIGLO DE ORO


Lo de que vamos p’atrás no tiene discusión posible. Y a pasos agigantados. No hay día que no leamos que si los sueldos están a nivel de hace dos décadas, la pobreza como después de la guerra y los derechos laborales… vaya usted a la historia a buscarlos. Y para colmo, los pícaros ocupan el primer plano de la actualidad. Estupefacta me tiene el “pequeño Nicolás”, que no es uno de los pilluelos desharrapados del Londres de Dickens, en pleno siglo XIX. Qué va. Con su perfecto look de pijo total y veinte años recién cumplidos, ha conseguido colarse, sin desentonar, en la alta sociedad que, como todo el mundo sabe, no se mide por el color de la sangre, sino por el del dinero.
No digo nada de los Blesas, Ratos y demás picaros de alcurnia, ni de la larga lista de usuarios de las tarjetas black, ni de los gurtelianos, los pujoles, los de los ERE, los ínclitos empresarios tan ocupados en poner su dinero a buen recaudo y recetar bajadas de salario y subidas de jornada laboral.

Y no sé de qué me extraño. De  tanto ir para atrás nos hemos plantado en el Siglo de Oro. Al fin y al cabo, España siempre ha sido un país de pícaros. Hasta tenemos género literario propio, la novela picaresca, y personajes que forman parte de nuestra intrahistoria y que, tal vez, han dejado parte de su ADN en nuestros genes. A las pruebas me remito.

¿Quién no se ha reído con las maniobras para sobrevivir del pobre Lázaro de Tormes? O con los hurtos constantes de Don Pablos, el Buscón de Quevedo, o con las tretas del Guzmán de Alfarache. Hemos admirado la pericia del dómine Cabra para hacer mil caldos con el mismo hueso, que sumergía en la marmita atado de un cordel, y hemos aplaudido el truco de agujerear la bota de vino para beber al tiempo que el “jefe”, y gratis.

Hemos vuelto al Siglo de Oro pero, como el mundo está al revés, no son los pobres los que engañan a los ricos. Se han vuelto las tornas y ahora los pícaros son los poderosos (léase poder político o económico) y llegan hasta los alrededores de alguna testa coronada.

Y sus aventuras, que no desventuras, no nos hacen precisamente sonreír. La picaresca de este siglo XXI es la de los banqueros que emigran a puestos de trabajo con sueldos millonarios, después de haber engañado con preferentes y otras artimañas a miles de personas; es la de los que abandonan la política para ocupar sillones en empresas que ellos mismos han “externalizado”, que es el eufemismo para decir privatización; es la de los que colocan a decenas de amigos y familiares mientras el paro alcanza cifras angustiosas. Los “rescatados” que gastan alegremente el dinero recortado en becas o médicos.

Los nuevos pícaros son los que aplauden una reforma laboral que les permite despedir a miles de trabajadores para “deslocalizar” su producción, es decir, para llevar las fábricas a Marruecos o la India, donde las jornadas de trabajo son interminables y los salarios de risa. Eso sí, después de mantener deudas millonarias con Hacienda y de recomendarnos trabajar como chinos.

Los pícaros de este siglo de vergüenza son los que aprovechan la crisis para ofrecer sueldos de miseria y de hambre, para rodearse de becarios que trabajan por la ilusión de cobrar algún día y de gente sobradamente preparada que necesita hasta el último céntimo de lo que le quieran dar.

Son los que piden sacrificios y dan lecciones de cómo salir de la crisis (ellos), mientras hunden en la miseria a todo un país, los que van en coches oficiales y niegan transporte escolar y ambulancias, porque aumentan el déficit. Los que permiten desgarradores desahucios y acumulan inmuebles; los que niegan subsidios a los desempleados y se colocan dietas inmorales para aumentar su saldo a fin de mes.

Mientras, el pueblo pasa hambre y frío, como en la España del Siglo de Oro, y no le quedan tretas que buscar para sobrevivir.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Desde Macondo. UN RAMITO DE VIOLETAS


Era un 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, cuando llegaba un ramo de flores, de violetas concretamente, a la casa de una mujer cualquiera, casada y aburrida de un marido poco tierno y menos cariñoso. Siempre me ha fascinado y conmovido la historia de esta canción de Cecilia con final sorprendente.
      Y viene a cuento por la fecha, el 9 de noviembre, el día elegido para el primero referéndum, luego consulta y ahora no sabemos qué acerca de la independencia de Cataluña. Surrealista y extraño como la letra de la canción. Una historia de engaños, de juegos a media luz, de disimulos y apariencia de normalidad y con un final de puntos suspensivos.

      El marido lo sabe todo, la dama vive ilusionada con el imaginario amor secreto y ambos habitan un mundo ficticio. Justo como está pasando aquí, pero sin música y sin una interpretación deliciosa, que da gana de apagar la tele cada vez que salen Mas o Rajoy, o alguno de los acólitos de cualquiera de ellos, hablando de legitimidad, constitución y unidad patria.

      Meses llevan con las “cartitas” yendo y viniendo, con los secretitos y las estrategias, ilusionando a unos y alarmando a otros. Y nosotros, que no sabemos nada, los miramos callados. Como cantaba Cecilia.

      Llegará el nueve de noviembre y no sabemos si habrá violetas. Seguirá la vida, los ricos continuarán enriqueciéndose a costa de que los pobres sean más pobres; nos seguiremos quejando, con razón, de lo mal que funciona la Sanidad, de lo que ha subido la luz, de lo que han bajado los salarios, del empleo que no llega, del paro, que no se va… Aparecerán nuevos corruptos y nos escandalizaremos, con más o menos ruido, por la lentitud de la Justicia, porque sigan sueltos los que nos han arruinado el futuro…

      El nueve de noviembre no acaba ni empieza nada. Sigue todo, aunque se esfuercen en pintarlo como la fecha señalada. El día en que llegan las flores sin tarjeta que permiten a la señora aburrida seguir viviendo con ilusión.

     Las flores de Macondo son amarillas y siempre aparecen en el momento oportuno. A la muerte del primer Buendía cayó toda la noche una lluvia de minúsculas flores de este color. Eran tantas .que cubrieron los techos, y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que dormían a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” Y  Remedios, la bella, subió al cielo entre una nube de flores y se perdió para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.

      Las violetas son moradas y no son mágicas. Aunque lleguen el 9 de noviembre.