Entre el
maremágnum de informaciones diarias repletas de dramas, de penas, de guerras,
de presentes duros y futuros más que imperfectos, que ya hemos incorporado casi
a la normalidad, se cuela de cuando en cuando alguna noticia que te sacude, que
te impacta y remueve algo en ti. Algo que a menudo es la tristeza y la añoranza
de tiempos pasados, que, sin duda alguna, fueron mejores.
En una columnita de esas secciones de los periódicos
por las que pasamos de puntillas, leo que los griegos han hecho leña del olivo
de Platón, el árbol milenario bajo el cual el filósofo impartía sus enseñanzas
a alumnos tan cualificados como Aristóteles. Primero llega la indignación. Y
con la explicación, la tristeza. La imposibilidad de comprar combustible para
cocinar o calentarse, después de muchos años de durísima crisis, ha hecho que
nuestros vecinos helenos se echen al monte, literalmente, y vuelvan a utilizar
la madera para estos menesteres.
No sé quien dijo eso de “primum vívere, deinde fhilosophare”,
primero vivir, comer, y luego, pensar. Pero aquí se cumple a rajatabla. Cierto
es que el verdadero árbol, o una parte de él, está conservado, o estaba, en la
universidad de Atenas, y que en su lugar y como símbolo se plantó otro (el que
ahora ha sucumbido). Pero eso es lo de menos y no resta ni un ápice de
importancia al hecho.
La crisis se está llevando por delante museos,
bibliotecas, joyas del patrimonio que no soportan la falta de mantenimiento,
las inclemencias del tiempo y la pena por el abandono. Los árboles, la
naturaleza, no iban a ser menos. En tiempos de “primum vivere” no importa mucho
el estado de salud del olmo viejo de Machado, o del ciprés de Silos, el enhiesto
surtidor de sombra y sueño que acongoja el cielo con su lanza, y tantos
otros que han inspirado a poetas, han alimentado leyendas, han cobijado
episodios de la Historia… Han sido nuestro paisaje
Y ahora son
leña, como el olivo de Platón. Triste destino para el árbol que alumbró el
ansia por saber, por entender, por avanzar. Sólo queda el consuelo de que todos
los dioses del Olimpo maldigan a quienes han obligado a la gente de a pie a
empuñar el hacha para defenderse del hambre, de la pobreza y del frío.
Desde Macondo recuerdo otro árbol. Un
castaño en el que empieza y termina la historia de los Buendía, sus cien años
de soledad. El primero de la saga, José Arcadio, muere amarrado a su tronco
tras años de locura. Al último Aureliano, al que nació con cola de cerdo, lo
devoran las hormigas a su sombra, mientras Macondo desaparece en un pavoroso
remolino de viento y polvo.
Y su estirpe no tiene una segunda
oportunidad sobre la tierra. Tal vez nosotros podamos replantar el olivo de
Platón, y estemos a tiempo de ver cómo reverdece el olmo de Machado. Pero hay
cosas irrecuperables, las que se ha llevado el diluvio. Las que se han
arrancado de raíz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario