Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 18 de diciembre de 2014

Desde Macondo. LOS FANTASMAS DE LA NAVIDAD

Van a tener mucho trabajo los fantasmas de la Navidad. Su tarea aumenta a medida que decrece la de los Reyes Magos o Papá Noel. En estos días de fiesta obligatoria, de alegría casi por decreto y de sensibilidades a flor de piel, por mandato o por costumbre, me pregunto cómo hubiera sido la Canción de Navidad de mi admirado Dickens si tuviera que escribirla ahora, doscientos años después. Y desde el humilde conocimiento que me proporciona el haber leído toda su obra puedo asegurar que el cuento sería muy parecido, que no faltan pobres, ni malvados sin escrúpulos, ni miseria ni explotación o abusos.
      Se mantendrían la estructura, y los personajes. Y el fondo de la Historia. Scrooge seguiría siendo el viejo malvado y sórdido, avaro e insensible. Tal vez ahora, en tiempo presente, tuviera una cuenta en Suiza, no pagara impuestos y hasta cobrara en sobres. Por supuesto, explotaría al pobre escribiente y le pagaría en B, o le haría un contrato de cuatro horas para un trabajo de doce. Seguro que pensaría que se merecía pasar angustias por haber vivido por encima de sus posibilidades. Y hasta se permitiría despedirlo sin indemnización alguna, que para eso lo amparaba la ley.
       El Scrooge de nuestro siglo mandaría al cuerno con cajas destempladas al fantasma de las Navidades pasadas. Y se reiría del pobre enviado del más allá empeñado en enseñarle el presente, el frío, el hambre, la pobreza, la miseria, reunidos en torno al hogar familiar. Si acaso, sacaría pecho diciendo que, gracias a él, las familias se habían convertido en ONG’s, compartiendo los escasos recursos de que disponían.
      Lo que más claro tengo es que el cuento no terminaría igual. La Canción de Navidad no sonaría dulce y alegre en las últimas páginas. El fantasma de las navidades del futuro se iría con el rabo entre las piernas, sin conseguir ablandar el corazón del malvado Ebenezer Scrooge, endurecido de tanto tratar con mercados sin entrañas. Igual hasta acababa sentenciado por la Ley Mordaza, por hablar de más y, sobre todo, por hacerlo a favor de los necesitados.
      Los nuevos protagonistas del cuento, los scrooges de nuestros días,  tienen claro que han ganado y que no hay escrúpulos que valgan. Que así es el mundo y así son las navidades. Que siempre ha habido ricos y pobres (ahora más), y el resto son ñoñerías. Que el pueblo está para hacer sacrificios y los ricos, para cobrarlos.
      Y que no les vengan con cuentos. No sé si Dickens, el gran novelista de lo social, hubiera tirado la toalla al saber que todas sus historias con final feliz deberían ser reescritas, que no se puede ablandar una piedra, que es imposible conectar las distintas capas sociales y que no hay tregua ni siquiera en Navidad. Por muchos fantasmas que les envíen.
 
 

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Desde Macondo. LAS TRES MIL

Si los salvajes recortes en Correos no lo impiden, tres mil cartas empezarán a llegar desde hoy mismo a la Moncloa, convertida en el nuevo Rovaniemi (donde habita Papá Noel), y dirigidas al presidente Rajoy, con el propósito de ablandarle el corazón en estos tiempos en los que el músculo tonto está más sensible que nunca.
        Tres mil cartas, como tres mil palomas blancas, han sido depositadas en los buzones de toda España solicitando algo tan prosaico como la rebaja del IVA cultural. No conozco el texto concreto, pero tendría que ser algo así como “Querido presidente. Me he portado muy bien este año, y, como empresario teatral (o musical, o de cine, o promotor, o editorial), quiero pedirte que levantes el castigo de gravar con el 21 por ciento de IVA cualquier manifestación artística destinada a alimentar el espíritu de mis conciudadanos. Ya sé que estás muy ocupado alimentando a poderosos señores, e intentando que suba el PIB y que se multipliquen los contratos basura que engordan el bolsillo de los que más tienen, pero lo que yo pido tampoco es tan costoso y te garantizo que el beneficio es muy grande. La buena gente de este país, que tanto está sufriendo con la crisis, tiene derecho a escuchar de cuando en cuando un buen concierto, a asistir a una representación teatral o a olvidarse de sus problemas ante la pantalla de un cine. Y a leer un buen libro o a visitar una biblioteca bien equipada. Soy consciente de que la Cultura en general no está entre sus prioridades, pero sin cultura no seríamos el gran país del que Vd. siempre presume. P.D.- Si lo tiene a bien, y para no gastar otro sello, puede decirle a su compañero Wert que le haga un huequecito a las enseñanzas artísticas y a la cultura clásica en sus planes de educación. Sin otro particular, le deseo felices fiestas”.
        No tengo esperanzas de que las tres mil cartas, ni aunque fueran cien mil, logren su cometido. He visto al presidente en varios partidos de fútbol; nunca en un teatro o en un concierto. Nunca lo he oído hablar de Cultura, salvo para decir cuatro topicazos sobre la marca España. Y siempre traduciendo todo a euros. Como diría Machado, “Sólo los necios confunden el valor con el precio”. 
        Alguien pensará, legítimamente, que es una quimera hablar de Cultura cuando hay tantas necesidades básicas por cubrir, cuando el frío y el hambre no dejan mucho margen a otros pensamientos. Es difícil pensar que puede sensibilizarse ante el hambre de saber quien mira hacia otro lado cuando se habla de pobreza o desigualdades sangrantes. En estos tiempos del cólera, en los que se piensa con la cartera más que con la cabeza, y el corazón es tan sólo la bomba que permite mantener la renqueante maquinaria de la vida, me vienen a la cabeza las palabras de Lorca con motivo de la inauguración de una biblioteca: “Si tuviera hambre y estuviera desvalido, no pediría un pan, pediría medio pan y un libro. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan.”
        Tres mil cartas blancas, como palomas mensajeras, vuelan hacia Moncloa pidiendo pan para la Cultura. Sé que es un tópico hablar del alimento del alma, pero bienvenido sea si sirve para explicar que no se puede utilizar la crisis para confundir valor y precio; que hay cosas que no pueden pagarse con monedas, que son vitaminas para el espíritu, y que la carencia de vitaminas produce enfermedades graves.
 
 
 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Desde Macondo. JAULAS DE ORO

Así, como quien no quiere la cosa, hemos aprendido en cuatro días el nombre de un montón de cárceles españolas. Hemos hecho un máster apresurado y podemos situar, sin problemas, Alahurín de la Torre, Soto del Real, Estremera, Segovia, que sólo conocía por el acueducto y hasta Aranjuez, en la que siempre he pensado con fresas y jardines. Me había quedado varada en Carabanchel y en el Puerto de Santa María, que es donde iban los presos políticos y los malos malísimos de mi juventud.
       Y heme aquí, ahora, especulando entre sorbo y sorbo de café si fulanito elegirá una prisión de su Comunidad, si menganita tendrá privilegios por entrar en tal otra, si una es más nueva, si en la de más allá hay talleres y hasta coro…Como tantas otras cosas anormales, hablar de cárceles ha entrado en nuestra normalidad. Y especulamos con que si una prepara un concierto de navidad o el otro (Fabra), aprovechará para escribir sus memorias.
         No es mal negocio. Unos y otros pasan por la cárcel de su elección (la más nueva, la más bonita, la más próxima a su domicilio, la menos masificada) para pasar unos meses, un par de años en el peor de los casos, y salen igual de ricos y más famosos que cuando entraron.  Porque la verdadera pena, la de devolver lo que han robado, se sustituye con una corta temporadita en una jaula dorada. Con el oro a buen recaudo.
        Nunca he tenido salero para robar nada, ni un chicle, ni una goma de borrar o un par de calcetines en unos grandes almacenes. Mucho menos para otras cosas que me permitieran entrar en prisión, pero creo que seríamos muchos los que daríamos un par de años de vida por asegurarnos la jubilación, que es lo que les espera a tanto preso/a ilustre como estamos viendo en estos días.
        Y encima con libro bajo el brazo, que será best seller, porque a frikis no nos gana nadie. Así, de pasada, se me ocurren una docena de libros escritos entre rejas (y en peores condiciones, sin duda), que han pasado a la posteridad y lo han hecho en mayúsculas. Cervantes escribió el Quijote en la cárcel de Argamasilla; y Oscar Wilde parió su estremecedora De Profundis mientras sufría los rigores de prisión; Marco Polo desgranó sus viajes esperando la libertad, y los demonios de César Vallejo le dictaron Trilce en un injusto arresto; Fidel Castro dio forma a La Historia me absolverá mientras esperaba juicio encarcelado y las sombras de la celda inspiraron al Marqués de Sade para escribir Justine. Hasta Hitler encontró inspiración para su Mein Kampf. Dejo para el final el Cancionero y Romancero de Ausencias de Miguel Hernández, sus Nanas de la Cebolla, sus Tres heridas, sus tristes guerras, tristes armas si no son las palabras, porque él no salió nunca de la cárcel.
        No nos bastan las jaulas de rejas frágiles y doradas. A estas alturas, no es suficiente. Queremos el oro y después, que escriban lo que quieran y vendan lo que puedan.
        Su libro nunca se escribirá en mayúsculas entre la buena literatura que ha salido de una cárcel.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Desde Macondo. EL ÁRBOL DE PLATÓN


Entre el maremágnum de informaciones diarias repletas de dramas, de penas, de guerras, de presentes duros y futuros más que imperfectos, que ya hemos incorporado casi a la normalidad, se cuela de cuando en cuando alguna noticia que te sacude, que te impacta y remueve algo en ti. Algo que a menudo es la tristeza y la añoranza de tiempos pasados, que, sin duda alguna, fueron mejores.

      En una columnita de esas secciones de los periódicos por las que pasamos de puntillas, leo que los griegos han hecho leña del olivo de Platón, el árbol milenario bajo el cual el filósofo impartía sus enseñanzas a alumnos tan cualificados como Aristóteles. Primero llega la indignación. Y con la explicación, la tristeza. La imposibilidad de comprar combustible para cocinar o calentarse, después de muchos años de durísima crisis, ha hecho que nuestros vecinos helenos se echen al monte, literalmente, y vuelvan a utilizar la madera para estos menesteres.

      No sé quien dijo eso de “primum vívere, deinde fhilosophare”, primero vivir, comer, y luego, pensar. Pero aquí se cumple a rajatabla. Cierto es que el verdadero árbol, o una parte de él, está conservado, o estaba, en la universidad de Atenas, y que en su lugar y como símbolo se plantó otro (el que ahora ha sucumbido). Pero eso es lo de menos y no resta ni un ápice de importancia al hecho.

      La crisis se está llevando por delante museos, bibliotecas, joyas del patrimonio que no soportan la falta de mantenimiento, las inclemencias del tiempo y la pena por el abandono. Los árboles, la naturaleza, no iban a ser menos. En tiempos de “primum vivere” no importa mucho el estado de salud del olmo viejo de Machado, o del ciprés de Silos, el enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongoja el cielo con su lanza, y tantos otros que han inspirado a poetas, han alimentado leyendas, han cobijado episodios de la Historia… Han sido nuestro paisaje

      Y ahora son leña, como el olivo de Platón. Triste destino para el árbol que alumbró el ansia por saber, por entender, por avanzar. Sólo queda el consuelo de que todos los dioses del Olimpo maldigan a quienes han obligado a la gente de a pie a empuñar el hacha para defenderse del hambre, de la pobreza y del frío.

      Desde Macondo recuerdo otro árbol. Un castaño en el que empieza y termina la historia de los Buendía, sus cien años de soledad. El primero de la saga, José Arcadio, muere amarrado a su tronco tras años de locura. Al último Aureliano, al que nació con cola de cerdo, lo devoran las hormigas a su sombra, mientras Macondo desaparece en un pavoroso remolino de viento y polvo.
      Y su estirpe no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra. Tal vez nosotros podamos replantar el olivo de Platón, y estemos a tiempo de ver cómo reverdece el olmo de Machado. Pero hay cosas irrecuperables, las que se ha llevado el diluvio. Las que se han arrancado de raíz.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Desde Macondo. VIAJE A ITACA (Letra y Música)


Esto va de músicas, aunque las letras, omnipresentes, reclamen por derecho propio su espacio en esta columna.  Porque la banda sonora de mi vida está hecha de ambas cosas, de letras y de músicas, de canciones con mensaje, que se decía antes.
      Y que vuelve a decirse ahora. Yo creía que ha había llegado a Itaca, como en el poema de Kavafis, que ya guardaba en el baúl de los recuerdos los sonidos  con moraleja que me acompañaron en mi primera juventud, en los últimos coletazos del  franquismo, en la incierta Transición.  Ya había olvidado el escalofrío que recorría el cuerpo al escuchar eso de El Pueblo Unido Jamás Será Vencido, de Quilapayún, o el Todo Cambia, de Mercedes Sosa, o el Vientos del Pueblo, en la voz de Los Lobos; que no volvería a saltar con eso de Qué harías tú en  un ataque preventivo de la URSS; ni a corear La Estaca, de Lluis Llach.

      Pensaba que ya había llegado a Itaca, como el cantautor catalán tras décadas de canción protesta. Como Ulises después del largo camino: “… y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido con cuanto ganaste en el camino”. Nadie nos había avisado de que, andando el tiempo, deberíamos desandar lo andado, guardar las otras músicas que han sonado en el transcurrir de nuestros días, las que hemos ido descubriendo en cada momento, en cada situación, en cada etapa de la vida, para volver a empezar el viaje, mientras Penélope espera desesperada tejiendo y destejiendo tozudamente su tela.

      Hemos compuesto la sinfonía de nuestra vida, la banda sonora, mezclando flamenco y pop, rock y gregoriano, ópera y baladas, músicas del mundo, nanas y elegías. Alegrías, tristezas, con o sin letra, con ruidos y con silencios. De fondo o en primer plano, según el momento.

      El equipaje es ahora más abultado, distinto, pero parece que estuviéramos en el mismo puerto de salida. Con más años, con más músicas en el baúl de los recuerdos, en estos tiempos turbulentos la tele nos ofrece imágenes de jóvenes con el puño en alto, abrazados y coreando entusiasmados los mismos temas que sonaban cuando nosotros emprendimos el viaje.

      Y no sabemos si nuestros huesos cansados soportarán otra larga travesía, otras mil batallas en tierra y mar, si conseguiremos resistir el hechizo de Circe, cegar al cíclope o callar a las sirenas.  O si es tarde para cambiar de banda sonora, cuando ya hemos oído demasiadas músicas.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Desde Macondo. UNA DE ROMANOS


Tengo la molesta sensación de estar asistiendo a una interminable sesión de cine en la que, sí o sí, tienes que tragar lo que te echen. De todos los géneros y casi siempre con el mismo reparto. Sin poderte mover de la butaca aunque te duelan la espalda, la cabeza y el entendimiento, aunque sea infumable lo que sale en la pantalla. Una detrás de otra. A veces western malos, de cuatreros a los que siempre sacan sus amigos de la cárcel, burlando al sheriff y a quien se ponga por delante. Otras veces, rancias cintas españolas con profusión de caspas, señoritos y diligentes Gracitas Morales; hasta del cutre destape y humor zafio de la época de Esteso y compañía.
      O de mafiosos de serie B, de torpes delincuentes a los que se le cae la media de la cara mientras roban el banco; de piratas con decorados marinos imposibles, de intriga que no intrigan a nadie por previsibles, de amor irreal, cuando triunfa el amor entre la pobre sirvienta y el príncipe; de guerra en la que siempre ganan los americanos (o los alemanes), históricas con castillos de cartón y poco rigurosas con los hechos, galácticas, fantásticas…
      Y así hasta el infinito. Digitalizadas o como toda la vida. Hasta en 3D. Sin solución de continuidad y sin que nada suene a estreno. Es lo de siempre y nos han sacado la entrada contra nuestra voluntad. Día tras día, cual si cada uno de nosotros fuéramos un moderno Sísifo, condenado a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre por los siglos de los siglos.
      Vemos desfilar políticos o empresarios corruptos, una trama tras otra, hasta que llegamos a confundirlas en la misma, todos los escenarios posibles, Congreso, Senado, Gobiernos, Partidos políticos de todos los colores, Casa Real, Juzgados, folclóricas, amadores viajeros, banqueros… Un amplio reparto que no cabe en los títulos de crédito de las pantallas.
      Nos han convertido en simples figurantes en las películas que se han montado. Somos los que pagan las entradas y financian las producciones, sin derecho a nada más. Si acaso, a pedir que nos cambien la cartelera cada cuatro años.
      Una echa de menos esas pelis de romanos  de las tardes del sábado en las que tenías claro que los buenos eran los cristianos y los malos, los leones; que Ben-Hur ganaría la carrera de cuadrigas, que para eso era el prota; que Cleopatra pagaría por su perfidia y que César cruzaría el Rubicón.
      Y que los malísimos como Calígula y Nerón, tiranos, responsables de hambrunas y miserias entre el pueblo, y que tocaban la lira mientras ardía Roma, tuvieron el final que se merecían. Ay, cuánto tiempo sin ver una de romanos...

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Desde Macondo. PALABRAS DE SEGUNDA MANO


Ahora que la Real Academia nos acaba de obsequiar con una revisión del Diccionario, para introducir los términos que exigen los nuevos tiempos, y que la necesidad y la crisis han puesto de moda lo de la segunda mano, la venta de objetos usados. Y que el Gobierno nos atormenta un día sí y otro también con lo del autoempleo y las ayudas a lo que han dado en llamar emprendedores, y no son más que desesperados por trabajar de la forma que sea, se me ocurre que sería un buen negocio poner un puesto de palabras en desuso. De esas que un día llenaron nuestros periódicos, nuestras conversaciones, nuestras vidas, y ahora están olvidadas en el fondo de cualquier armario.

Sería un negocio modesto, sin pretensiones, sin que nos hiciera ricos en cuatro días. Y no precisaría de una gran inversión.  No sé si el tenderete debería estar en el centro del mundo, en el kilómetro cero; o en las puertas del Congreso, entre león y león; tal vez haya que colocarlo en el cielo, para que se vea desde cualquier parte, o montar sucursales en cada provincia, pueblo y aldea del país. O en las autopistas de la información, que permiten circular a toda velocidad.

      Tampoco hace falta mucha infraestructura. Las palabras pesan poco y ocupan menos.  Y no son tantas: Transparencia, solidaridad, rectitud, servicio público, igualdad, bienestar, respeto, compromiso, empatía, pan, democracia, justicia, salud, risa, alegría, esperanza, ilusión, futuro...

Estarían retirados, por caducados, otros términos como corrupción, opacidad, enriquecimiento ilícito, desempleo, frío, hambre, tristeza, desesperanza, desesperación, miedo, inseguridad, insensibilidad, pobreza...

Me viene a la memoria un cuento corto de Isabel Allende en el que la protagonista, Belisa Crepusculario, tenía por oficio vender palabras, desde que descubriera que no tenían dueño, y cualquiera las podía utilizar a su antojo, y hasta sacar provecho de ellas. Y así se ganaba la vida, de pueblo en pueblo, con su tenderete de palabras. Hasta que llegó un militar aspirante a político y le pidió las palabras precisas para ser presidente. No fue fácil encontrarlas, porque tuvo que descartar  las demasiado floridas, las desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento y la intuición de los hombres y mujeres.

Es tiempo de vender palabras recuperadas, de ponernos todos a ello hasta que alguien las compre, sin miedo a que puedan acusarnos de venta ilegal y nos retiren la mercancía. Pero se trata de recoger los trastos, plegar la manta e instalarnos en otro sitio. Sin descanso.

      Ojalá fuese tan fácil. Ojalá el viento, que se lleva las palabras, las deposite en el lugar preciso.