Una palabra
polisémica es la que tiene más de un significado. Al menos, cuando yo
estudiaba, que ahora las cosas han cambiado mucho. Aún me acuerdo de los
ejemplos: cabo,
como accidente geográfico, como mando militar o como final de una cuerda; y cresta, de gallo
o de una ola; y sierra,
instrumento de carpintero o sucesión de montañas. Y muchas más, que la lengua
de Cervantes, sin recortar, es infinita.
Y os
preguntaréis qué tiene que ver la polisemia en este Macondo que habito cada
día. Pues ya veis, me ha venido a la cabeza escuchando las últimas cifras del
paro, esas por las que muchos siguen aplaudiéndose a sí mismos y que otros
analizan con reticencias. Según se mire, todos tienen razón. Más de cien mil
personas ya no están en las listas del INEM. Por varias razones, puede que se
hayan marchado, que se hayan aburrido o que se hayan muerto, pero, en
principio, es porque han encontrado un puesto de trabajo. Y ahí entra la
polisemia.
Trabajo,
según el diccionario, es una ocupación retribuida; es también esfuerzo humano
aplicado a la creación de riqueza (en contraposición a capital). Puesto, es el
lugar o sitio señalado para la ejecución de algo.
Nada se dice
de tiempo, ni de salario, ni de condiciones. Puesto de trabajo
puede referirse a seis horas semanales, a doscientos euros, a fines de semana
interminables a cincuenta euros la jornada, a minijobs, a retribución que te
permite comer, o pagar el alquiler o la hipoteca, a independizarte, a sobrevivir,
a emprender un proyecto de vida, a ser becario hasta los cuarenta y, por
supuesto, a prestar servicios por debajo de ese salario mínimo que dónde andará.
Todo eso y
mucho más cabe en la fría cifra de reducción de los inscritos en las oficinas
de empleo, en las que no están todos los que son. Aunque la noticia sea que no
haya subido el paro.
Hasta ahí
hemos llegado. Hemos llegado al punto de cambiar el significado de las palabras
para llamar puesto de trabajo a lo que antes sería un mero complemento, una
actividad al margen para sacarse unas perrillas adicionales. A trocear la
jornada de 8 horas, que tanto costó conseguir, en innumerables jornaditas de un
par de horas y por una propina. O menos, que a lo largo de la Historia, han
sido millones los que han prestado sus servicios por la comida y el
alojamiento, y eso también era trabajo.
La maldita
crisis que ha puesto el mundo al revés, ha cambiado también el significado de
las palabras. Hemos olvidado, a fuerza de no usarlos, términos como justicia o
dignidad para sustituirlos por resignación y supervivencia. O para
cambiar vergüenza por satisfacción y mentira por parabienes.
En Macondo,
cuando la peste del olvido, hubo que etiquetar todas las cosas para no olvidar
su significado. Tal vez todavía estemos a tiempo.
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