Han llegado
los invasores a Macondo. Y eso no es todo lo malo. Lo peor es que han llegado
hasta aquí pasando por el bosque de Caperucita, por el idílico lago del Patito
Feo, por el camino amarillo que lleva al país de Oz, por el Lilliput de
Gulliver, el país de Nunca Jamás, el reino de Narnia y el brumoso Avalon. Y hasta
por el país Multicolor de la Abeja Maya y el de las Maravillas de Alicia. Han
pasado por Comala y la Arcadia, por Itaca y el Olimpo, por la isla de Robinsón
y la del Tesoro, por Eldorado y la isla Utopía de Tomás Moro, por la Vetusta de
La Regenta, la Ínsula Barataria de Sancho y por el minúsculo asteroide B-612 en
el que sólo caben El Principito y su flor.
Han borrado
de un plumazo todos los países imaginarios de mi infancia y de mi juventud, los
lugares a los que dirigirse a cualquier edad para evocar los buenos ratos que
hemos pasado en ellos. Porque han creado su propio país de ficción. Mucho mejor
que todos los anteriores. Dónde va a parar.
Lo ha dicho
el “conquistador” del nuevo Reino. El presidente. Ha colocado el país en el
mapa y como un reyezuelo déspota, de república bananera, pretende hacernos
entrar a empujones, aún cuando sabemos que no hay sitio para nosotros, que sólo
existe para él y unos cuantos de los suyos, que nosotros no cabemos.
En su país
imaginario no se habla de crisis ni de paro. No hay hambre, ni desempleados, ni
enfermos que esperan eternamente, ni discapacitados que mueren esperando una
ayuda, ni estudiantes que no pueden pagar la matrícula, ni desahuciados, ni
corruptos ni autónomos desesperados, ni sueldos de miseria, ni luces y
radiadores apagados. Ni siquiera han rescatado a los Bancos.
No tenemos
la llave del castillo en el que se han parapetado, y no podemos comprobar cómo
se ve la realidad desde sus ventanas. Tampoco sabemos si miran. O desde qué
altura, para verlo todo tan distorsionado.
Esa España
imaginaria nos ha dejado fuera. Han invadido la razón y la evidencia y nos han
dejado esa sensación amarga de no pisar el mismo suelo, de no leer el mismo
libro, de estar obligados a escuchar cuentos donde, colorín colorado, al final, las perdices sólo las comen unos
cuantos.
Y al resto
nos dan con el plato en las narices.
Comparto y suscribo.
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