Curiosa
la imagen que ha puesto fin a la reunión del Foro Social celebrada en un Túnez
aún en shock por el atentado del Museo del Bardo. Una multitudinaria
manifestación en la que caminaban juntos marroquíes y
bereberes argelinos ataviados con sus trajes tradicionales, saharauis de
amplias sonrisas y tunecinos que gritaban en favor de la libertad, palestinos
buscando tierra, activistas de docenas de países pidiendo justicia para los
presos políticos de la mayor parte de los países del mundo, respeto por los
derechos humanos o clamando contra el
calentamiento global, y hasta iraquíes que reivindicaban la figura de Sadam
Husein.
En cuatro
días y en un pequeño país que lucha por conservar su primavera, se han reunido casi todas las causas del
planeta con un lema más que ilustrativo: “Otro Mundo es Inevitable”. Hemos
pasado del “posible”, que puede ser o suceder, al inevitable. Al que ya no se
puede esquivar, llegados a este punto de insufrible desigualdad e injusticia.
De la tiranía del dinero, los mercados financieros, las bolsas, las grandes
empresas carentes de ética y de alma que son las que dictan
las políticas y esquilman los recursos naturales, las que fijan los salarios,
condenando a la pobreza o a la mera subsistencia a millones de personas, las
que ponen y quitan gobiernos creándonos la ilusión óptica de que nosotros
decidimos.
En
Macondo nunca pasaba nada. Hasta que llegaron ellos, la Compañía Bananera. Y
todo cambió, hasta el paisaje, porque abrieron bancos, construyeron barracones
y hasta cambiaron el río de sitio. Ya no mandaba el corregidor, ni sus soldados
descalzos. Ni tan siquiera era cuestión de conservadores o liberales. Llegó el
capital, y desde entonces, fue él quien
detentó el poder político y económico. Nos suena la historia, y nos seguirá
sonando. No hay voluntad popular que
pueda ponerle freno, no hay Constitución que valga. Ni años de derechos
consolidados, ni vidas enteras de trabajo.
Es
necesario llegar a ese otro mundo inevitable.
Yo no he elegido al señor capital, o Mercado o como se llame para que me
gobierne. No le debo lealtad, ni tan siquiera respeto. Me quedo con la gente
clamando en las calles sin resignarse a esperar sentada a que acabe el diluvio
y con la clara conciencia de que no escampará.
Hemos
esperado demasiado tiempo a ese otro mundo posible que nos prometían, y que
ahora ya es inevitable, si no queremos desaparecer, como Macondo, en un
pavoroso torbellino de polvo y viento.
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