Siempre ha habido ricos
y pobres. Faltaría más. ¿Quién no lo ha dicho alguna vez? Claro, que lo
decíamos como un refrán, como una frase hecha, sin plantearnos siquiera el
significado real de las palabras. Y sin pensar, por supuesto, en umbrales de
riqueza. De pobreza, mucho menos. Qué vestido, o qué coche o qué reloj más
bonito. Tú que puedes. A ver, siempre ha habido ricos y pobres.
Ricos de mentira y
pobres igualmente falsos. Pero eso era antes. Cuando no sabíamos que los
millonarios se han multiplicado desde que comenzó la crisis, y que siguen
aumentando los millones.
Y que casi uno
de cada cuatro españoles es pobre, entendiendo por pobre el no poder satisfacer
sus necesidades básicas (léase comer, calentarse, vestir decentemente o enviar
a sus hijos a la escuela con el material requerido).
Todos sabemos en qué
parámetros se mueve el umbral de la pobreza, pero desconocemos el de la
riqueza. Se toma como base el salario medio (no el mínimo, que ya es ciencia
ficción), y se descuenta un sesenta por ciento para saber quiénes son pobres y
poder dar esas aterradoras cifras de casi el 25 por ciento.
Pero nadie nos cuenta
el umbral de la riqueza, cuantos millones hay que tener para hablar de ricos,
cuántas amnistías fiscales, capitales evadidos y tributaciones de risa hay que
acumular para entrar en el club de los elegidos.
Porque ya no vale el
concepto de sociedad, de nación que nos habían contado. El hombre vive en
sociedad, que es un espacio para la solidaridad y la redistribución de la
riqueza. Aunque siempre hayan existido ricos y pobres, porque nada es perfecto.
Llevamos toda la vida
hablando de erradicar la pobreza, de acabar con el hambre, de llegar a un gran
acuerdo para que el mundo cambie. Todos hemos soltado la lagrimita, o al menos
hemos hecho algún puchero, con las imágenes de la hambruna en tal o cual país
africano. Y hemos seguido a lo nuestro. Ni objetivos del milenio ni leches.
Y es que lo hemos
planteado mal. No hay que sentarse a hablar sobre la pobreza, porque docenas de
cumbres no han conseguido casi nada. Hay que hacer un pacto contra la riqueza
para que todos podamos seguir habitando nuestra parte del mundo sin abismos insalvables,
sin cruzar umbrales que nos lleven al cielo o al infierno.
Macondo, que fue
próspero y feliz, se convirtió en un lugar de aislamiento y pobreza cuando la
compañía bananera desmanteló las instalaciones, y sus directivos se marcharon
con las riquezas acumuladas durante años.
Y luego vino el
diluvio.
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