Tomo
prestado el título a don Eusebio Leal, historiador cubano que durante muchos
años, no sé si continúa, mantuvo un programa televisivo llamado Andar La
Habana. Fascinada por la ciudad, como casi todos los que conocen La Perla del
Caribe, adquirí unas cuantas cintas de vídeo recopilatorias de los programas y,
amén de la pésima calidad, vi otras muchas cosas. No era un recorrido por el
casco histórico con explicaciones sobre cada monumento o cada rincón; tampoco
un panegírico de las restauraciones emprendidas por la revolución (y por la
UNESCO), ni un tour turístico por el antiguo esplendor de la capital caribeña.
Vi,
ante todo, a un hombre andando y viviendo su ciudad. Y contagiando su entusiasmo
por ella, por cada casa colonial o palacio recién recuperado, sí, pero también
por cada socavón, empredrados sueltos o calles a medio asfaltar. Por esa decadencia hermosa de La Habana que
engancha con su curiosa mezcla de glorias pasadas, de presente duro y de futuro
incierto.
Viene
esta larga introducción a cuento de la NO, y lo pongo con mayúsculas, apertura
al tráfico de la calle Trinidad, quizá una de las calles más “andadas” de
Talavera. Y escribo con alivio tras conocer que se ha impuesto el sentido común
en tiempos en los que la necesidad hace que sea el menos común de los sentidos.
No sé a quién se le puede ocurrir que las ventas van a subir como la espuma en
una calle cortita y rodeada de parking por todos los lados, por el hecho de
permitir el acceso a vehículos, de robar un espacio a los peatones, a los
ciudadanos, que es tanto como robarlo a la ciudad.
Estamos
tan inmersos en la prosa que hemos olvidado la poesía. Queremos vender y hemos
olvidado comprar. Los ciudadanos tenemos que comprar nuestro espacio, andarlo y
vivirlo, saber apreciar la armonía que confiere a
las ciudades el compromiso de sus habitantes con un entorno por el cual exhiben
orgullosos su sentido de pertenencia.
Andar la ciudad es quererla, desde la muralla al río, desde la
Plaza del Pan a la de España, que no es ni plaza, del Prado, bello y señorial a
La Alameda, fea, mal trazada y sucia de botellón, de San Francisco y Trinidad,
refugio de paseantes, a la antigua N-V, siempre con coches en hilera.
Una ciudad paseable,
evitando las baldosas levantadas y algún que otro parche en el asfalto, es un
lugar para la gente. Porque los coches no tienen alma, no pueden arrimar el
hombro, en un momento dado (y éste se da), para salir del pozo, para recuperar
glorias pasadas, y no sólo en forma de monumentos.
Han pisado estas calles muchas generaciones de talaveranos de
nacimiento o adopción. Camino a casa, al trabajo, al pueblo, al rato de asueto,
a la conversación para arreglar el mundo pero, sobre todo, de paso hacia el
futuro, que nunca es la marcha atrás.
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