Preguntaba por la
ilustre manchega-esa soy yo- y se identificaba como Fernando I el Tuerto. Y
estas dos primeras frases eran el prólogo de ratos irrepetibles, en los que
después de hablar entre risas de sus achaques, del bastón, el poco pelo y,
sobre todo, la mala vista, me preguntaba por lo divino y lo humano, terminando
casi siempre por el “¿cuándo vas por
Valdepeñas?”, para recordarme una vez más que fue su primer destino como
catedrático, cuando aún resonaban los ecos de la Guerra Civil.
Son muchos los que
pueden hablar, y lo hacen en este último homenaje, de los méritos académicos de
Don Fernando, de sus numerosas publicaciones y del profundo conocimiento de
estas tierras que atesoró en su larguísima vida.
Doctores tiene la
Iglesia, y dejo ese espacio para ellos. Yo sólo quiero hablar de la persona,
del anciano entrañable de estos últimos tiempos, pero también del Don Fernando
que conocí hace más de un cuarto de siglo, cuando yo acababa de aterrizar en estas
tierras y él colaboraba en el periódico en el que yo me ganaba la vida.
Todas las semanas me
llegaba un sobre conteniendo seis u ocho cuartillas escritas con letra picuda y
apretada, su letra, que con el tiempo se volvió jeroglífica, como yo me torné en
maestra en descifrarla para mecanografiarla. Y luego, la llamada del lunes, o
del miércoles, para quejarse de que no le había llegado el periódico (quejas
absolutamente justificadas), o de que había un error que se me había pasado a
mí y al corrector.
Y en medio, larguísimas
conversaciones que ahora echaré de menos pero que entonces, con 25 años menos y
muchas prisas por comerme el mundo, no valoraba como se merecían.
Crecimos-los dos-y
cambiamos. Pero el cambio de escenario por mi parte, sólo estrechó la relación.
Creo que pocos momentos, profesionalmente hablando, han sido tan gratificantes
para mí como la preparación del acto de su nombramiento como Hijo Adoptivo de
Talavera. Todo le parecía demasiado, todo era mucho para un hombre humilde que
no quería dar incumbencias a nadie. Mercedes me contaba que estaba nervioso y
encantado, porque iba a ser un talaverano más. Y me llamaba todos los días,
“Mari Ángeles, qué te parece si digo esto o lo otro”, “¿Cuánta gente va a
venir?”, “Qué trabajo te estoy dando”….
Hace poco más de un
año, con ocasión del homenaje por su centenario, recordaba con él esos días, y
se lamentaba de no poder corresponder con todo el mundo por su mermada salud.
Pero también era la viva imagen de la felicidad y, un día después, cuando hablé
con él para preguntarle por su vuelta a Madrid, recordaba el acto detalle por
detalle, y, restaba importancia al viaje, al cansancio, con un “no sé si ha
sido pesado porque me he dormido y me ha despertado Fernando para bajarme del
coche”.
Se ha bajado de la
vida, pero tras apurar hasta la última gota de ella. A los noventa, empezó a
contar con propiedad, “tengo 96 años y
medio, porque a mi edad ya hay que contar los medios”. Luego contaba los
meses, y los días. Pero le ganó la batalla al siglo. Un siglo, un año y 53
días.
Y miles de recuerdos,
todos buenos, repartidos entre todos los que le queríamos y, de su mano,
aprendimos a querer esta tierra. Allá dónde se encuentre seguirá trabajando por
suprimir provincias y dejar comarcas. “Talavera y sus comarcas. Con “S”,
Mari Angeles”
Él se definía como una
mezcla entre labriego y universitario. Machado, de haberlo conocido, le habría
aplicado eso de que era un hombre en el buen sentido de la palabra, bueno.
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