Escribí entonces con las tripas, indignada por los discursos paternalistas y la falsa compasión. Por el desprecio absoluto a la dignidad de la persona, y desde el convencimiento de que es muy difícil convertir a nadie en miserable mientras uno sienta que es digno de sí mismo.
Pero también están acabando con la dignidad. Frente a las imágenes de las largas colas en los comedores sociales, en los locales en los que se entrega ropa y otros enseres a los más necesitados, me ha sorprendido agradablemente el conocimiento de una ONG gallega que tiene Dignidad como único nombre, sin apellidos. Recogen ropa usada, la lavan, planchan y etiquetan, como en cualquier boutique de moda, y le asignan un precio simbólico. El precio de la dignidad, para que quien lo ha perdido todo siga sintiéndose persona.
Y la misma filosofía la aplican en los comedores. Nada de enormes marmitas y gentes con la fiambrera levantada y los ojos bajos esperando el pan nuestro de cada día. Las familias comen en mesas separadas, como en cualquier restaurante con menú económico. Y los niños, hasta pueden elegir postre.
Con dignidad.
Con la misma con la que en otra parte del mundo, en Macondo, el coronel intentaba vivir dignamente a pesar de que su mundo había desaparecido, de que nunca llegaba la carta anunciando el reconocimiento de la pensión y de que estaba sumido en la más absoluta miseria. Aunque la dignidad no se coma, como día a día le recordaba su esposa.
Entre pomposas declaraciones de esfuerzos y ayudas, entre caridades forzadas para ganar indulgencias y tranquilizar conciencias, brillan con luz propia iniciativas como las de los hombres y mujeres de la ONG Dignidad, empeñada en sacar a las familias del infierno de la limosna y la vergüenza.
De ellos, si existe, será el Reino de los Cielos.
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