El diluvio en Macondo
duró exactamente cuatro años, once meses y dos días. Cuando terminó de llover,
el pueblo era un montón de escombros, de casas de madera podrida y presas de
los insectos más dañinos; los cultivos y las flores habían desaparecido en el
mar de aguas, y los sobrevivientes de la catástrofe, aún con el verde de agua
en la piel, saludaron a los primeros soles que volvían a iluminar su pueblo.
Y Úrsula, la matriarca,
que estaba esperando a que escampara para morirse, se vio presa de la fiebre de
la restauración, y desde el mismo momento en que cesó la lluvia no tuvo un
instante de reposo para restaurar la casa y “espantar la ruina”. Para que
Macondo volviera a ser el lugar blanco y soleado de antes del diluvio.
Aquí, sigue lloviendo.
Torrencialmente y sin fecha de caducidad. Llueve en las calles y en las casas pero,
sobre todo, llueve sobre nosotros. Como en Macondo, la compañía bananera,
después de imponer sus leyes, ha abandonado el pueblo que empieza a inundarse,
en busca de tierras secas, donde no anide el moho y el verdín.Llueve en forma de impuestos, de recortes, de pagas menguadas, de trabajadores desprestigiados, de parados despreciados y humillados, de quesejodan, de ancianos con mala vejez, de jóvenes con peor mañana y de Bancos voraces que acaban con los restos del naufragio; de promesas de otoño caliente e invierno frío, de aulas cerradas y puertas abiertas a la desesperanza, al futuro más negro que el carbón que los mineros ven cómo se escapa de sus manos.
En pleno diluvio, y más que nunca, me gustaría que hubiera mil, un millón de Úrsulas aireando la casa, abriendo puertas y ventanas, exterminando hormigas y carcomas y tendiendo las sábanas al sol, volviendo a plantar flores, a abrir los bazares de la calle de los Turcos, con sus mercancías de alegres colores. A volver a mirar al sol.
Pero el cielo sigue cayendo sobre nuestras cabezas. Hay que sobrevivir hasta que escampe, o hacer como Remedios la Bella, que un buen día salió volando y nunca más volvió.
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