Y
no parecen haberlo notado. Que se ha acabado el relax. Que ahora los días y las
semanas corren que se las pelan, y no es para tomarlo con calma. Ni mucho
menos. Aunque, como todo, agosto ya no es lo que era. ¡Cómo ha cambiado! En
poco tiempo ha pasado de ser un mes amable, vacacional, final de lo malo y
principio de muchas cosas buenas, mes de reencuentros y soledades, de bullicio
y tranquilidad, a gusto del consumidor, a convertirse en treinta y un días de
inquietudes y rollos más o menos malos.
Ahora, hasta hemos inventado una palabreja para definir lo que se hace en ese
mes, antaño tan esperado y querido. Si tuviera que definir la palabra de moda,
“agosticidad”, ya que la Real Academia aún no la admite (todo se andará), diría
que es algo así como un agravante en las conductas que se realizan durante el
periodo generalizado de vacaciones, y que presuntamente tiene como objeto suscitar
menor protesta de los perjudicados, bien sea por encontrarse en otra dimensión
(física o personal), o porque el calor nos vuelve más comprensivos Y esto vale
sobre todo si nos referimos a actividades de los que mandan-Gobierno,
empresarios, Banca-, debido a su carácter polémico o impopular.
Hasta
hace unos años, con agosticidad, premeditación y alevosía, nos levantaban las
calles y bacheaban las carreteras, a veces, hasta daban el último empujón a un
edificio histórico cuya demolición había levantado las iras de la gente. O
subían alguna que otra tarifa de luz o de agua. Y poco más. El resto de las
noticias las ocupaban las fotografías de playa de los famosos, algún divorcio
que otro o las vacaciones de la familia real. Un par de incendios, los
accidentes de tráfico y las recomendaciones sobre la ola de calor, ahora cambio
climático.
Pero
agosto ya no es lo que era. Y nosotros tampoco. La media-o la mitad de un
cuarto-de España que está de vacaciones, sigue pendiente de la economía, las
corrupciones, el miedo al futuro, los pactos, la sombra de nuevas elecciones… Y
el resto, pasa los largos días del mes vacacional por excelencia maldiciendo la
situación personal que le ha dejado sin playa o montaña y haciendo cuentas. Y
escuchando las últimas ocurrencias de los “pactantes” o de los que sólo se
casan entre ellos y encima pretenden dar lecciones.
Pero
se ha acabado y estamos en septiembre. Tiempo de ponerse las pilas, de
trabajar, de despejar incógnitas y de poner toda la carne en el asador, aunque
se quemen, para que todos podamos mirar al futuro con confianza. O, al menos,
sin urnas.
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