Sigo en
Macondo, aunque haya cambiado de libro. No sé por qué esta estación triste y
los últimos acontecimientos en la vida pública me han llevado a pensar en
Zacarías, el dictador retratado por García Márquez en una de sus novelas más
duras y más reales. El Otoño del Patriarca nos cuenta la vida y milagros-la
muerte también- de un hombre cualquiera, de hecho, su nombre sólo se menciona
una vez en todo el libro, que no conoció la tranquilidad, el amor, las
relaciones humanas, los sentimientos más normales entre personas.
Toda su
vida, hasta que la muerte lo encontró solo y sin insignias, fue una continua
zozobra para conservar el poder. A costa de amantes, de amigos, de compañeros,
de su propio país ¡Si hasta vendió el mar a los gringos! Y convirtió a su madre
en santa, momento en que dejó también de ser suya.
Pues eso,
que el melancólico otoño de cielos grises y suelos ocres, además de llevarme al
recuerdo me trae a la más desoladora actualidad. Al todo vale, a la perversa
confusión entre política y poder que tanto sufrimiento de cuerpo y alma está
causando en nuestros días. Hemos hecho coletilla del “todos son iguales" y “los
políticos van a lo suyo”. Y a fuerza de repetirlo lo hemos asumido, casi sin
pensar en el significado real.
Pero el vaso
no se llena nunca. Siempre cabe una gota más, otro punto de desesperanza. Un
otoño más sombrío y más gris, que no queremos ni pensar.
Y que nos
vuelve a enemistar con el mundo, con ese
mundo en el que no importan los principios, equivocados o no, en el que tampoco
valen nada las personas, ni sus alegrías, ni sus miserias, si no son
herramientas utilizables para llegar al poder. En el que la primavera de unos
es el eterno otoño de otros, en el que unos cuantos, encerrados en el círculo
de tiza del coronel Buendía impiden que nos acerquemos a la esperanza, a la
ilusión, a la confianza.
La imagen del coronel en su círculo y
la del patriarca aferrado al poder durante más de cien años, lleva martilleándome todos estos días. Nuestros
políticos se han trazado una burbuja no de tres metros, de tres mil años luz, y
desde ahí dirigen nuestros destinos. Sin despeinarse. Ahora toca no aparecer, ahora toca cambiar el nombre de
las cosas, ahora toca engañar, o esconderse, o
mirar para otro lado, o sembrar incertidumbres, o ponerlo todo perdido
de miedos. O reírse de nosotros, sin más.
Y fuera del círculo, en otoño
perpetuo, nosotros. Haciendo por vivir,
temiendo los fríos del invierno y una primavera sin brotes que nos lleve a otro
verano sofocante.
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