Vivimos tiempos de cambio con mayúsculas. Los pájaros que emigran
vuelven antes, o no se van. Los almendros florecen apenas empezado el invierno.
Llueve sin ton ni son, y mientras se desborda un río, circula el agua por el
trasvase que lo alimenta. . El hielo
se derrite y las arenas del desierto están ocupando terrenos que no les
corresponde. Los trabajadores no pueden vivir de su trabajo y los que no
trabajan, menos todavía. Los ricos también han cambiado. Ahora son más ricos.
No ganan del todo ni las izquierdas ni las derechas, como toda la vida.
Ni los centros si los hubiera. Ni los de siempre ni los nuevos. Sospecho que
todos hemos perdido y que no nos va a ser fácil encontrarnos.
Son tiempos de cambio, en los que hemos querido cambiar, pero poco;
castigar los salvajes recortes, pero no del todo, condenar la corrupción, pero disculpándola
un tanto; quejándonos pero a la vez diciendo eso de bueno vale, o virgencita
que me quede como estoy.
Y en esas estamos. Meses hablando de pactos imposibles, de mayorías que
no son tales, de ganadores que han perdido y de perdedores que tienen la llave.
Y de urnas en el horizonte, que seguro tampoco esconderán el secreto del
cambio.
Creíamos que ya tocaba el cambio, y un tanto maltrechos, unos más que
otros, hemos llegado casi al final de otro año cambiante. Miedo me da saber qué
nos depara. Me siento como el gitano Melquiades de mi
recurrente Macondo, que sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el
archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a
la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio
multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aunque tuvo el buen tino de
desaparecer antes del diluvio que dejó al pueblo convertido en un pavoroso
remolino de polvo y escombros.
Pero
en fin, es tiempo de cambios, y no soy de las que piensa que las estirpes
condenadas a cien años de soledad no tengan una segunda oportunidad sobre la Tierra.
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