No sé si será
leyenda urbana eso de que cuando los judíos se vieron obligados a abandonar el
país a resultas de la decisión de los Reyes Católicos de expulsarlos en 1492,
se llevaron consigo las llaves de sus casas con la esperanza de algún día poder
volver. Y que esas llaves han
permanecido durante siglos en la mente de los sefardíes y sus descendientes en
la diáspora que les llevó por todas partes, desde el Norte de África a
Estambul, Centroeuropa e incluso el Nuevo Mundo.
Es fácil imaginar a aquellas familias,
marchando apresuradamente con lo imprescindible, dejando detrás de la puerta su
vida entera, y la de muchas generaciones. Echando la llave al pasado y al
presente, pero resistiéndose a cerrar el futuro.
Me he acordado
de una novela que leí hace tiempo acerca de un judío que, en nuestros días,
buscaba su casa en Toledo. O en Cáceres. No tenía más referencia que el nombre
de la ciudad y esa llave, guardada celosamente por su familia desde el Siglo XV
y que, obviamente, no encajaba en ninguna cerradura.
Esta semana
hemos ¿celebrado? el Día Mundial del Refugiado. Una cifra mareante de millones
de personas que por guerras, persecuciones étnicas, por hambrunas, por sequías,
o por las fuerzas de la naturaleza, vagan
por el mundo expulsados de sus casas, de sus raíces, de su forma de vida.
Setenta
millones, creo. Podían ser cuarenta o noventa. O doscientos, que ya nos hemos
hecho a los fríos números, y tampoco nos alteran demasiado. Decimos qué horror,
o cualquier otra obviedad, y pasamos a la siguiente noticia. Lo que de verdad
altera, o debería alterarnos, son las historias particulares, lo que hay detrás
de cada puerta que se cierra, de cada llave o recuerdo que esa familia lleva
consigo, con la amarga sensación de que será lo único que les quede en
adelante.
He leído por
alguna parte un artículo dedicado a niños refugiados de Siria, a los que la
guerra ha repartido por todo el mundo. Muchos son ahora adolescentes, y salieron
muy pequeños de su tierra. Tan pequeños que tienen que aferrarse a un peluche,
a una muñeca, a la mantita que tejió su abuela, a la mochila en la que llevaba
sus libros y la merienda al cole, al perro que ladraba cuando había pilas… Una
de las niñas, Rudaina, de 11 años, tiene las llaves de su casa y asegura que
será quien abra la puerta cuando vuelvan.
La mayor parte
de ellos no recuerdan cómo era su país, pero estas cosas son una conexión con
su pasado y les recuerdan que hubo otra vida, aunque les quede muy lejos. Igual pensando así, en singular, en la
importancia de las cosas pequeñas, nos sea más fácil comprender todo el horror
que encierra esa cifra de millones de refugiados.
Todos
guardamos tonterías que nos recuerdan una época, un momento feliz, un amor o un
desamor, una persona que ya no está…. Son aquellas pequeñas cosas que nos
cantaba Serrat, y que hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
Mientras, nos
dan lecciones un puñado de niños que sólo tienen una muñeca, un oso de peluche
o unas llaves que no abren ninguna puerta para afrontar el futuro. Ojalá
pudieran abrir los corazones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario