En estos tiempos de másteres regalados,
de tesis imperfectas de títulos dudosos y de sospechas varias respecto a la
preparación y la idoneidad para cada puesto de la llamada clase dirigente, sean
políticos, banqueros o integrantes de las más altas instituciones del Estado,
me ha venido a la cabeza la primera palabra que aprendí en griego antiguo (sí, en la Prehistoria se
estudiaba griego, ¿qué pasa? Y latín, también).
La palabra era “Areté”, escrita ἀρετή, y
era el nombre del primer libro de
texto que tuve de esta lengua clásica, que se estudiaba antes de que alguien
decidiera enterrarla, tal vez por una mala interpretación del término “lenguas
muertas”, y decidiera que había materias más “vivas” que enseñar. Craso error,
pero hoy no viene al cuento.
El caso es que Areté fue mi primer
contacto con la lengua de Platón y Aristóteles, y me sonó muy bien. Areté. La
excelencia o algo así, que la traducción es complicada. La areté era el fin
último de la enseñanza, y agrupaba conceptos como valentía, justicia,
moderación, virtud, dignidad… Todo lo necesario para hacer lo que hoy
llamaríamos un hombre de bien, un ciudadano ejemplar. De hecho, la excelencia política de los griegos consistía en
el cultivo de tres virtudes: andreía (valentía), sofrosine
(moderación y equilibrio) y dicaiosine (justicia). Luego
Platón añadió una cuarta, la prudencia.
Nada de eso, como sabemos todos, se
plasma en un título que colgar en la pared; no se regala en ninguna dudosa
escuela ni en función del dinero de la familia, del apellido ni del cargo
político. Que está muy bien tener preparación académica. Faltaría más que yo
dijera lo contrario. Es más que deseable que los gestores conozcan la materia
que van a gestionar, aunque para eso tengan una legión de funcionarios y
expertos a los que nunca podrán hacer la competencia, sencillamente porque
nadie puede abarcar todo.
Pero la excelencia, ahora que estamos a
un paso de nuevas elecciones, es otra cosa, como bien sabían en Grecia, cuna de
la democracia. A la valentía, la
justicia, la moderación, el equilibrio y la prudencia., hay que añadir la
empatía, el ponerse en el lugar del gobernado para conocer sus necesidades y
sus anhelos; y la honradez, y la honestidad, y la generosidad, para dar
absolutamente todo sin límites de tiempo, ni de horarios ni de intereses…
Lo otro, lo de los títulos, los máster,
los doctorados, las publicaciones en prestigiosas revistas, está muy bien. Pero
no se acercan, ni de lejos, a la excelencia que debe tener un gobernante. Ni
nos sirven para mucho, la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario