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jueves, 11 de octubre de 2018

Desde Macondo. LA EXCELENCIA

En estos tiempos de másteres regalados, de tesis imperfectas de títulos dudosos y de sospechas varias respecto a la preparación y la idoneidad para cada puesto de la llamada clase dirigente, sean políticos, banqueros o integrantes de las más altas instituciones del Estado, me ha venido a la cabeza la primera palabra que aprendí  en griego antiguo (sí, en la Prehistoria se estudiaba griego, ¿qué pasa? Y latín, también).
          La palabra era “Areté”, escrita  ἀρετή, y era  el nombre del primer libro de texto que tuve de esta lengua clásica, que se estudiaba antes de que alguien decidiera enterrarla, tal vez por una mala interpretación del término “lenguas muertas”, y decidiera que había materias más “vivas” que enseñar. Craso error, pero hoy no viene al cuento.
          El caso es que Areté fue mi primer contacto con la lengua de Platón y Aristóteles, y me sonó muy bien. Areté. La excelencia o algo así, que la traducción es complicada. La areté era el fin último de la enseñanza, y agrupaba conceptos como valentía, justicia, moderación, virtud, dignidad… Todo lo necesario para hacer lo que hoy llamaríamos un hombre de bien, un ciudadano ejemplar. De hecho, la excelencia política de los griegos consistía en el cultivo de tres virtudes: andreía (valentía), sofrosine (moderación y equilibrio) y dicaiosine (justicia). Luego Platón añadió una cuarta, la prudencia.
          Nada de eso, como sabemos todos, se plasma en un título que colgar en la pared; no se regala en ninguna dudosa escuela ni en función del dinero de la familia, del apellido ni del cargo político. Que está muy bien tener preparación académica. Faltaría más que yo dijera lo contrario. Es más que deseable que los gestores conozcan la materia que van a gestionar, aunque para eso tengan una legión de funcionarios y expertos a los que nunca podrán hacer la competencia, sencillamente porque nadie puede abarcar todo.
          Pero la excelencia, ahora que estamos a un paso de nuevas elecciones, es otra cosa, como bien sabían en Grecia, cuna de la democracia.  A la valentía, la justicia, la moderación, el equilibrio y la prudencia., hay que añadir la empatía, el ponerse en el lugar del gobernado para conocer sus necesidades y sus anhelos; y la honradez, y la honestidad, y la generosidad, para dar absolutamente todo sin límites de tiempo, ni de horarios ni de intereses…
          Lo otro, lo de los títulos, los máster, los doctorados, las publicaciones en prestigiosas revistas, está muy bien. Pero no se acercan, ni de lejos, a la excelencia que debe tener un gobernante. Ni nos sirven para mucho, la verdad.

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