Tomo prestado el título de mi admirado
Eduardo Mendoza, no porque tenga mucho
que ver con su relato de la monja enamorada y engañada por el cacique local
mientras buscaba subvenciones para su asilo de pobres. Me ha venido a la cabeza
porque los hechos se desarrollan en un año marcado por una enorme sequía y más
tarde, por unas grandes lluvias que
asolaron gran parte del lugar golpeando
duramente a muchísimas familias. Miseria
sobre miseria.
La Historia, real o ficticia, que nos
han contado, está llena de diluvios.
Aguaceros constantes como castigo, fin de época, toque de atención de
los dioses, representación de la cólera divina…Desde Noé y mucho antes, ha
llovido.
Pero no sé porqué me da en la nariz que
el que viene, va a ser realmente el año del diluvio. Al menos por estos lares,
en los que ya ha empezado a llover tras muchos años sin una gota que aplacase
la sed de las gentes. Va a ser año electoral, y todos han empezado a sacar los
paraguas.
Claro, que de forma muy distinta. Unos,
para ponerse a cubierto y, en la medida de lo posible, cubrir a quienes les
rodean, a los que esperan como agua de mayo, nunca mejor dicha la expresión,
que algo cambie, que se vayan con el agua
recortes, las pagas menguadas, los trabajadores pobres, los parados
despreciados, los ancianos con mala vejez y los jóvenes con peor mañana y los
Bancos voraces que acaban con los restos del naufragio.
Otros, esgrimiéndolos como armas
defensivas, u ofensivas, que es peor, sacudiendo mandobles a diestro y
siniestro para no perder el sitio, para seguir dirigiendo los destinos de cielo
y tierra, decidiendo quien debe salir a flote y quien tiene que continuar
hundido en el barro por los siglos de los siglos.
Y los demás, esperando que escampe, con
un puntito de esperanza, no demasiada, para, aún con el verde de agua en la
piel, con en Macondo, afrontar el siguiente ciclo.
El diluvio en Macondo duró exactamente cuatro
años, once meses y dos días. Casi como
una legislatura. Pero cuando terminó de llover, los sobrevivientes de la catástrofe,
saludaron a los primeros soles que volvían a iluminar su pueblo.
Y Úrsula, la matriarca, que estaba
esperando a que escampara para morirse, se vio presa de la fiebre de la restauración,
y desde el mismo momento en que cesó la lluvia no tuvo un instante de reposo
para restaurar la casa y “espantar la ruina”. Para que Macondo volviera a ser
el lugar blanco y soleado de antes del diluvio.
En pleno diluvio, y más que nunca, me
gustaría que hubiera mil, un millón de Úrsulas aireando la casa, abriendo
puertas y ventanas, exterminando hormigas y carcomas y tendiendo las sábanas al
sol, volviendo a plantar flores, a abrir los bazares de la calle de los Turcos,
con sus mercancías de alegres colores.
A volver a mirar al sol.
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