Son todos
lugares ficticios, existentes sólo en la imaginación, por muy buenos ratos
que hayamos pasado en ellos. Conozco palmo a palmo las calles de Macondo, y los
alrededores, la ciénaga, la plantación de bananos, la estación de ferrocarril;
he paseado por las calles de Comala, buscando vivos, del brazo de Pedro Páramo,
y he soñado con los ríos y los frutos amarillos de Eldorado. Y me he retirado,
reposo del guerrero, a la bucólica Arcadia, remanso de paz y sencillez. Y al
País de las Maravillas con Alicia, o al reino del capitán Nemo a bordo del
Nautilus. Hasta he pasado por el asteroide B612 para conocer la única rosa del
Principito.
Espacios
todos de libro, necesarios para seguir respirando pero que se alejan y
desaparecen al cerrar las tapas y volver a la realidad, que deja poco sitio a
las fantasías. En uno de esos países imaginarios, mucho mejor que todos los
anteriormente citados, se ha instalado el presidente Rajoy, y pretende hacernos
entrar a empujones, aún cuando sabemos que no existe, que no es de verdad, que
se marchará al pasar la página y nos dejará en tierra de nadie, en una tierra
falsa.
Su país
imaginario no tiene hambre, ni desempleados, ni enfermos que esperan
eternamente, ni discapacitados que mueren esperando una ayuda, ni estudiantes
que no pueden pagar la matrícula, ni desahuciados, ni corruptos ni autónomos
desesperados, ni sueldos de hambre ni luces y radiadores apagados. Ni siquiera
han rescatado a los Bancos.
Tiene, no obstante,
un problema. Y es que es muy pequeñito. Como en el asteroide B612 del pequeño
príncipe, sólo caben él y unos cuantos más. El resto se queda clamando en el
desierto, en el país de verdad, donde nada es como en los cuentos.
Y mientras
busco la puerta de acceso al país maravilloso que nos pintan, recuerdo al
patriarca de García Márquez, llegado ya su otoño. También vivía en un país
imaginario, y en su esfuerzo por mantenerse en él a pesar de todas las
evidencias, nunca conoció la tranquilidad, el amor, las relaciones humanas, los
sentimientos más normales entre personas. Toda su vida, hasta que la muerte lo
encontró solo y sin insignias, fue una continua zozobra para conservar el poder.
¡Si hasta vendió el mar a los gringos, que se lo llevaron en piezas numeradas
los ingenieros náuticos! Y convirtió por decreto a su madre en santa, momento
en que dejó también de ser suya.
La imagen del presidente en su mundo,
del que no piensa apearse, deja poco lugar a la esperanza. Desde su propio país
decide cuando toca no aparecer, o cambiar el nombre de las cosas, o engañar,
o mirar para otro lado, o sembrar
incertidumbres, o ponerlo todo perdido de miedos. O reírse de nosotros, sin
más.
Al fin y al cabo, no tenemos un país
propio. Sólo en los libros.
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