No es que yo abogue por
tener los ahorros en una lata de galletas y debajo de un ladrillo de la cocina,
pero todo se andará. Los Bancos, así, en mayúsculas y en general, han irrumpido
en nuestras vidas y por nada bueno. Ya no son ese lugar que elegías,
mayormente, por proximidad a tu domicilio, porque conocías al cajero o porque
regalaban un juego de sartenes o una tele de plasma por domiciliar la nómina.
La lista Falciani ha
sido el último episodio, pero están las preferentes, el rescate, los escándalos
de las Cajas, la inmoralidad de Botín, el primer banquero de España, los
desahucios, las hipotecas monstruosas, la no dación en pago, las comisiones
abusivas… Y eso, hablando solo de lo de andar por casa, que pone los pelos de
punta saber que en la famosa lista del banco suizo también hay diamantes de
sangre, y cuentas para financiar guerras o terrorismo. Todas cómodamente
instaladas y sin pagar impuestos en el país de origen. El nuestro, por ejemplo,
que a nadie se le escapa que con unas perrillas de las cuatro mil cuentas de
españoles que figuran en ella, podría haber menos camas en los pasillos, más
médicos, menos parados sin cobertura o menos dependientes y enfermos muertos
mientras esperan ayuda. De los Bancos de Alimentos, en muchos casos.
Qué asco. Y qué rabia.
Despiertan nuestros peores instintos. Y recuerdo así, a bote pronto, el único
episodio que relatan los Evangelios en el que Jesús pierde los estribos; en los
que el hombre se predica la paz y el amor, se muestra violento e iracundo. Es
el pasaje en el que se enfrenta, látigo en mano, a los que vendían y compraban
en el templo, volcando las mesas de los que cambiaban el dinero, recriminando
que hubieran hecho del lugar una “cueva de ladrones”.
Los Bancos han entrado
en nuestro día a día, y desde nuestras cuentas corrientes de supervivencia,
asistimos como espectadores a un espectáculo que nos supera, que no es el
nuestro.
Y en esas estamos dos
mil y tantos años después. En una gigantesca cueva de ladrones, y esperando un
Mesías que eche a los fariseos de nuestras vidas, que haga del mundo un lugar
habitable, en el que no tengamos que humillarnos ante el oro, que diría don
Francisco de Quevedo.
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