Hace mucho tiempo, cuando
pasaban cosas con letra, y no sólo con número, tuve ocasión de disfrutar del
espectáculo de la berrea del ciervo. Nunca antes había visto algo
igual. Ni oído. El lamento de los animales y el sobrecogedor ruido de los
cuernos chocando en peleas casi siempre incruentas, pero impactantes.
Como urbanita que soy, me mantenía a una distancia prudente de los imponentes
bichos, por si algo de su furia me salpicaba. Son animales esquivos y solitarios
(Bambi es sólo de película), y no suelen permitir que se acerquen extraños. Mi
ignorancia del mecanismo hormonal de los cérvidos se puso de manifiesto cuando
el guarda de la finca me dijo eso de "no se preocupe, no la ven. Ellos
están a lo suyo". Y lo suyo, por supuesto, era perpetuar su especie,
conseguir el mayor número de cópulas, luchar por su territorio y asegurarse el
futuro.
Dirá
quien se entretenga en leer estas disquisiciones que a ustedes qué les importa
la vida sexual de los venados. Y tienen razón. Tampoco a mi me importaría
demasiado, si no fuera porque la imagen de los ciervos berreando, y la
sentencia del guarda me recuerdan machaconamente la realidad que estamos
viviendo.
Unos a lo suyo, berreando en distintos
tonos, según convenga, y los demás, simples espectadores de una guerra que no
es la nuestra, que no nos asegura el futuro, ni tan siquiera el presente,
porque somos meros trofeos del ganador. Sin más.
Chocan los cuernos y el eco nos habla de
deuda, de déficit, de Constitución, de desafíos soberanistas, de Cataluña, de
reparto de poder en Europa, de brotes verdes o amarillos, de Presupuestos que
consolidan una recuperación más falsa que Judas.
Ya veis, con todo lo que está pasando y
yo acordándome de los ciervos, mire usted por dónde. En plasma o en directo veo
a los gobernantes impasibles, concentrados en sus luchas internas, en la
defensa de su estirpe, marcando su territorio, embistiendo al de enfrente con
impactante choque de cuernas.
A su lado, ahí mismo, el paro aumenta por
segundos, a la misma velocidad que el hambre y la desesperación, el futuro,
entendido como progreso, se ha caído del diccionario, y el miedo campa por sus
respetos. Como los ciervos en la berrea, no ven nada. O no les
importa, que es peor. Y una echa de menos un sabio hombre de
campo que le explique qué está pasando.
En Macondo no hay ciervos. Ni berrea.
Sólo suena la risa franca de Petra Cotes, la mulata exuberante que exasperaba a
la naturaleza, y hacía que sus yeguas parieran
trillizos, las gallinas pusieran dos veces al día, los conejos se multiplicaran
y los cerdos engordaran con desenfreno. Sin topetazos estúpidos ni berridos estériles.
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