Nunca he sido muy buena en el
famoso pasatiempo de buscar las siete diferencias. Era más de crucigramas. Me
parecía una pérdida de tiempo andar mirando un dibujo para descubrir, y marcar
con un círculo rojo, a la señora sin bolso, el árbol con una rama más o el cielo
con una nube menos. Y andando el tiempo, aquí me veo, tratando desesperadamente
de demostrarme que no es lo mismo, que como dice la canción, “no es lo mismo,
decir, opinar, imponer o mandar, las listas negras, las manos blancas... no es
lo mismo…” Y sigue, vale… que a lo mejor me lo merezco”. Pues eso, a lo mejor
lo merecemos, pero quiero encontrar las diferencias, aunque sean pocas. Menos
de siete.
Ha irrumpido en
la campaña, como elefante en cacharrería, la idea de un gran pacto de
salvamento nacional que no sé muy bien a quién beneficia. Sé a quién no. A
nosotros, a los de siempre. No milito en ningún partido, pero tengo la certeza
de que las bases de cada cual, los que no tienen cargo (y sí cargas), los que
confían en que su apoyo, por humilde que sea, puede cambiar las cosas, tampoco
creen que sea lo mismo.
No puede ser
igual quien ha sentado las bases del estado del bienestar, con sus luces y sus
sombras, que quien en el sacrosanto nombre de la crisis ha destruido,
metódicamente, con prisa y sin pausa, cada uno de los derechos que con tanta
fatiga hemos conquistado.
No es lo mismo.
No pueden hacernos esto, y menos porque vean sus sillones en peligro. No pueden
decirnos ahora que todo era puro teatro, que lo del y tu más, la herencia
recibida y demás representaciones de los últimos años eran sólo óperas bufas
para mantenernos entretenidos, que unos y otros forman parte del mismo juego de
ajedrez en el que los pobres peones, nosotros, no pintábamos nada.
Hemos asumido,
a la fuerza ahorcan, que quien manda es el dinero, y nos agarrábamos como clavo
ardiendo a los matices. Vale, los mercados dictan las órdenes, pero hay
interpretaciones, y alguna pequeña rebelión de cuando en cuando. Todos visten
traje oscuro, pero hay colores en las corbatas. O eso creíamos.
En plena
campaña, nos han dejado sin horizontes. Un montón de farolas iguales con
carteles desde los que nos miran hombres y mujeres sin cara y sin siglas. Sin
diferencias que marcar con el rotulador rojo.
Tal vez haya
que marcarlos a ellos. A los que pretenden perpetuarse por encima de
ideologías, de consideraciones, de razones; a los que pretenden despersonalizar
todo por un mal entendido personalismo. A los que matan ilusiones de un futuro con más educación,
mejor sanidad, más atención a los desfavorecidos, menos desigualdad… Más
humanidad.
Todos los
hombres de Macondo, los varones Buendía, llevaban por nombre Arcadio o
Aureliano. Durante siete generaciones, se sucedían unos a otros hasta llegar a
confundirse y a confundirnos, hasta perder su individualidad, y dejarnos en la
memoria sólo los rasgos comunes. Los Arcadios eran impulsivos y los Aurelianos,
tímidos y soñadores. Siempre iguales. Así, durante cien años de soledad. Pero
no eran los mismos.
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