Nada para el coronel. No tiene quien le escriba.
Siempre me ha conmovido este libro (el segundo en mi lista de preferencias de
la obra de García Márquez), que se lee de un tirón y deja la sensación
agridulce que da la resignación ante la desgracia, el constatar que no hay
mucho que se pueda hacer. Que es lo que toca.
Pero es ahora, con las alforjas llenas de historias
de la crisis, con mil y una imágenes en la retina de jubilados rebuscando en
contenedores, de pensionistas manteniendo a sus hijos, de jóvenes que nunca
tendrán pensiones, de ancianos helados-con los huesos húmedos como el
coronel-porque no pueden poner la calefacción, de preferentistas estafados y
sin posibilidad de una vejez tranquila, cuando cobra un sentido nuevo, muy
distinto del que tenía hace treinta años, cuando me hizo llorar.
No hay cartas para el coronel. Ni medicinas para su
esposa asmática. Ni maíz para alimentar al gallo que, algún día nos sacará de
la ruina. De nada ha servido una vida de sacrificio, participar en cien
batallas o ganar la guerra de los Mil Días; ni vivir por debajo de sus
posibilidades, ahorrando hasta el último céntimo para ese retiro soñado.
Como el coronel, salimos a la calle cada viernes
buscando las buenas noticias. Las de verdad, antes de constatar con tristeza
que “nosotros ya estamos muy grandes para
esperar al Mesías”.
Y escuchamos que sí, que viene el cartero, que
llegará enseguida, porque ahora el correo se reparte por avión. Pero no hay
carta para nosotros. No tenemos quien nos escriba, y van pasando los años.
En
el buzón, en pocos días, se acumulará la propaganda electoral, disputando el
espacio a las facturas, las únicas cartas puntuales. Un montón de caras nos
mirarán con lástima desde el papel satinado asegurando que son la avanzadilla
de las buenas noticias, que si los votamos, pronto nos llegará la carta que
esperamos. La de verdad. La que ellos ya tienen en su poder desde hace mucho
tiempo.
Y
la esposa del coronel, que ponía a hervir piedras para que los vecinos no
notaran que en su casa no se ponía la olla desde hacía demasiado tiempo,
afirmará con resignación que “es la misma
historia de siempre, nosotros ponemos el hambre para que coman ellos”
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