“Macondo era, en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto”
Hay fiesta grande en Macondo. Los gitanos han sacado sus mejores
galas, sus inventos imposibles, su música y sus colores. No llueve, y el sol se
refleja en la casa de los espejos; Úrsula está en la cocina preparando un
millón de platos y el coronel Buendía ha hecho un alto en su eterno trabajo de
moldear y fundir pececitos de oro. Remedios la Bella ha bajado del cielo ofreciendo
sus flores amarillas para la ocasión, y la exuberante Petra Cotes, repartiendo vida por doquier,
ha multiplicado hasta lo indecible el número de palomas blancas de las nubes.
El padre Nicanor ya no levita y hasta José Arcadio se ha desamarrado del castaño. Han revivido los 17 Aurelianos y Santiago ha burlado la crónica de su muerte anunciada; la abuela desalmada acaricia a la cándida Eréndira y el coronel, al que nadie escribía, recibe un aluvión de cartas. El otoño del patriarca se ha tornado en primavera y el naufrago del relato ha avistado tierra. Fermina y Florentino ya no tienen que esperar 53 años, 7 meses y 11 días, con sus noches, para vivir su amor en tiempos del cólera.
El padre Nicanor ya no levita y hasta José Arcadio se ha desamarrado del castaño. Han revivido los 17 Aurelianos y Santiago ha burlado la crónica de su muerte anunciada; la abuela desalmada acaricia a la cándida Eréndira y el coronel, al que nadie escribía, recibe un aluvión de cartas. El otoño del patriarca se ha tornado en primavera y el naufrago del relato ha avistado tierra. Fermina y Florentino ya no tienen que esperar 53 años, 7 meses y 11 días, con sus noches, para vivir su amor en tiempos del cólera.
Gabo
ha llegado a Macondo al fin, y lo ha hecho por sorpresa. Ha llegado a la vida
mientras en este lado nos afanamos en revivir la pasión y muerte de Cristo. Ha
arreglado sus cuentas al estilo de Macondo, directamente con Dios, sin
intermediarios.
Sabedor
de que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda
oportunidad sobre la tierra, se ha parapetado en su paraíso particular para,
desde allí, seguir dirigiendo a su larga lista de personajes increíbles,
mágicos, sorprendentes. Aquí nos deja, sin ayuda para descifrar esos
ininteligibles manuscritos que componen nuestro mundo, del que tantas veces nos
ha sacado.
Lejos
ya de este mundo vulgar, Gabo descansa por fin en Macondo en el lugar en que nacieron niños con una cola de cerdo, el
agua hervía sin fuego y algunos objetos domésticos se movían solos; donde hubo
una peste de insomnio y otra de olvido y los huesos humanos cloqueaban como una
gallina; y un niño lloró en el vientre de su madre, y el cura levitaba al
tomar una taza de chocolate y otras ascendían a los cielos mientras doblaban
las sábanas y una abuela desalmada conseguía que su nieta se acostara cada
día con 70 hombres. Y no había cementerio, porque no había muerto nadie.
Tampoco
él. Resucitará cada vez que alguien, en cualquier lugar del mundo, se asome a uno de sus libros. Seguirá aquí para siempre. De cuando en cuando regresará a la vida porque,
como el gitano Melquiades, no soportará la soledad de la muerte.
Y
nosotros, sin él, tendremos más difícil soportar la realidad.
Hermoso homenaje, María Ángeles. Gabo lo habrá agradecido allá donde se encuentre.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Antonio. Nunca podré aproximarme, ni de lejos, a todo lo que me ha aportado en mi vida profesional y personal.
ResponderEliminarMagnífico, María Ángeles.
ResponderEliminar