Macondo era una aldea de poco más de veinte chozas de barro y
cañas cuando el primer Buendía, acompañado de un puñado de amigos con sus
familias, sentó allí sus reales. En poco tiempo, se trazaron las calles, se
construyeron casas, siempre a igual distancia del río y con las mismas horas de
sol, se abrieron comercios y tiendas de artesanía, y empezó a llegar la gente.
Poco a poco, primero. En masa después, con la implantación de
la Compañía Bananera y en los años de esplendor. Después, todos se fueron
marchando. Y luego llegó el diluvio, y después el viento, que arrasó el pueblo.
Y al final, las hormigas acabaron con el último habitante, el último Buendía.
Somos menos en España, y en Castilla-La Mancha y, por
supuesto, en Talavera. Somos menos y estamos peor. Y menos que vamos a ser y
peor que vamos a estar. Ya se han ido los emigrantes, después de vivir unos
años el espejismo de un mundo mejor, y empiezan a emigrar los propios, buscando
ese mismo mundo.
He leído por alguna parte que la población española no había
descendido desde el final de la Guerra Civil, en 1939, cuando el hambre y el
miedo empujaron a decenas de miles de personas al exilio. Se fueron muchos,
entre ellos, los mejores. Como ahora.
La “movilidad exterior” término que ha acuñado una ministra con
más lengua que cerebro (y que sentimientos), es, como en esos años 40, un
exilio obligado, una tragedia que pagaremos (y a la Historia me remito),
durante muchos años.
Somos menos y somos peores, porque la población envejecerá
más aún (también lo dijo un Buendía, “uno no se muere cuando debe, sino cuando
puede”), porque la generación de jóvenes mejor formados desplegarán su talento
en otros mundos, porque la experiencia se está despreciando en aras al
beneficio rápido, a los salarios cortos y a los contratos basura. Porque se
cambia el sólido mañana por un hoy incierto y porque nadie es capaz de analizar
el pasado para sacar consecuencias y poner remedios.
Y porque, como ocurrió con los exiliados de la guerra, si
algún día esto se arregla, pocos querrán volver a una tierra que les negó el
pan y la sal y les puso las maletas más allá de sus fronteras.
Alguien debería preocuparse por las cifras de descenso de
población, más allá de pensar que ecuatorianos, rumanos o magrebíes ya no nos
consideran el país de las maravillas. Esto es lo fácil, lo obvio.
Por supuesto que también se puede pensar que cuantos menos
seamos, a más tocamos. De retroceso y de desesperanza, claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario