La despertó un calor
inusual y una luz brillante al abrir los ojos hinchados por el largo sueño y por
otras cosas. Como en los siete días anteriores, le costó trabajo ubicarse. No
reconocía la cama, estrecha y dura. Ni las sábanas ásperas, ni la ventana sin
cristal, ni la cortina de tonos pardos que colgaba en el lugar que debía haber
ocupado una puerta. Ni el suelo de tierra y las paredes de adobe del minúsculo
cuarto. Ni el olor a pan y verduras cocidas; ni el ruido de los esquilos de las
cabras ahí afuera. Ni la ropa colgada en el respaldo de la silla, el caftán y
el hiyab, tan distintos de sus vaqueros y sus camisetas de colores. Ni el
silencio…
Tanteó
bajo la cama y estaban ahí. Sus tres amigas. Estaba en casa y no estaba sola.
Había
hecho un largo viaje de vuelta. Un viaje extraño, tan distinto al que
emprendiera doce años atrás, cuando sintió la llamada del Gran Norte, del
paraíso de la riqueza, los coches, la música, los bailes, la libertad con el
cuerpo y la cabeza al descubierto, el cine, los escaparates repletos de
vestidos, zapatos, bolsos, libros que contaban todo y gente que reía sin
tristeza en los ojos y en la comisura de los labios. Mujeres de manos suaves y
hombres guapos que acariciaban con la voz y que sabían cómo hacer feliz a su
pareja.
Ese
mundo estaba ahí, y la estaba llamando. Y fue. Los detalles de la odisea se
habían quedado enterrados en la arena del desierto y en las terribles olas del
estrecho. Y en la oscuridad de la playa de Almería, puerto de salida del
futuro.
El
perpetuo dolor de riñones, los tomates y las fresas del invernadero, su primer
trabajo, también estaban muy lejos. Como los interminables viñedos manchegos,
tan parecidos al desierto en que nació. Como el primer hombre que la engañó y
el hijo que no llegó a cuajar en su vientre inquieto. Todo eran etapas necesarias
del camino hacia una nueva vida lejos del Sur. Hacia su sueño.
Y
ya estaba muy cerca. Aunque antes tuviera que pasar por una larga etapa en la
soledad de un cortijo andaluz que sólo cobraba vida unas cuantas veces al año,
cuando los señores decidían dar una fiesta, organizar una montería o pasar un
fin de semana con amigos. O por otro par de hombres con promesas que nunca
cumplieron. O por unas cuantas pesadillas más.
El
sueño empezó a tomar forma en un pueblo de Castilla, en la casa de una maestra
jubilada y sola, a quien los años y la
silla de ruedas le habían respetado su vocación docente. Entre paseos, baños y
guisos aprendió a leer. Conoció a la primera de sus amigas, Genoveva de
Brabante, escondida en una novelita ilustrada que ahora, muchos años y muchas
lecturas después, descansaba bajo su cama en buena compañía.
Leyó y releyó las
desventuras de la pobre mujer injustamente acusada de adulterio, vivió el parto
de su hijo en el profundo bosque, agradeció a la corza el alimento que
proporcionó a su heroína, envidió su largo pelo rubio, recogido siempre en una
trenza, su piel blanca y sus ojos azules
y se emocionó hasta las lágrimas cuando el honor de Genoveva fue reparado y
vivió feliz con su marido hasta el fin de sus días.
Cuando
creía que no podía haber historia más emocionante, llegó Jo, la protagonista de
Mujercitas, su segundo tesoro, su segunda amiga, que desgranaba sus aventuras y
desventuras en un libro reencuadernado media docena de veces y sobado por
varias generaciones de alumnas de la pequeña escuela unitaria. Ella le enseñó
que las mujeres podían ser libres, independientes y conseguir su sueño, aunque
fuera tan inalcanzable como ser escritora, cuando a duras penas podía descifrar
la lista de la compra. Pasó de largo por la hermana mayor, Meg, tradicional y
haciendo siempre lo que debía, y por la dulce Beth, sólo interesada en agradar.
Y por la voluble y caprichosa Amy. Su amiga de verdad era Josefina, Jo, la
dura, la fuerte, la que cortó su hermosa melena para dar de comer a su familia,
la que labró su propio futuro y acabó plácidamente casada con un hombre bueno.
Y
junto a ella, la amiga más preciada Anna Karenina, encerrada en un libro gordo
que en principio la asustó, pero que devoró en pocos días, fascinada por la
historia de amor, desamor y tragedia en un escenario que se le antojaba exótico
y lejano.
Las
tres, Genoveva, Jo y Anna la acompañaron en la desolación y la desesperanza por
muerte de la maestra, hicieron con ella las maletas y con ella subieron al tren
camino de la gran ciudad. Con ella y con tres familias más compartieron
habitación en los suburbios, bailaron en discotecas de polígonos industriales,
limpiaron escaleras y atendieron ancianos, se enamoraron de quien no debían y
compraron el pisito que luego se quedó el Banco.
Y
con ella decepcionada, con el sueño agotado, con el vientre y los ojos secos, emprendieron
el viaje de regreso al Sur.
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