Cuando no pudo seguir peleando, el coronel Aureliano Buendía, decidió hacer
pececitos de oro. Los fundía después de terminados, para después hacerlos de
nuevo. Era su manera de matar el tiempo mientras esperaba a ver pasar su entierro.
En los últimos tiempos, ya lo habrán advertido ustedes, han surgido como
setas las tiendas de “Compro Oro”, o de “Oro Cash”, en su versión más
internacional. Todas con fachadas amarillas y negras, simbolizando Dios sabe
qué. Donde
antes había un pequeño comercio o una inmobiliaria antes de pincharse la
burbuja, ahora hay uno de estos negocios al que recurren ciudadanos que se ven
obligados a desembarazarse de anillos, gargantillas o pulseras "para poder
salvar el mes".
No
sé cuanto oro tiene la gente. Sé el que tengo yo, y que es nada, aparte de
algún pendiente desparejado o un par de pequeños colgantes regalo de alguien
que me quería bien pero no lo suficiente para obsequiarme con una de esas
pesadas cadenas o una pulsera de siete aros, un “semanario” se llamaba en mis
tiempos.
El
negocio debe ser rentable. Supongo que el precio del oro será bueno, y que
quien se haya hecho con una de estas franquicias habrá hecho el agosto en estos
tiempos de crisis. Pero no puedo evitar, sentimental como soy, escudriñar en
las caras de quienes entran y salen de un “Oro Cash”. No puedo evitar pensar
que en esa bolsa de plástico llevan esas cosas que conforman su pequeña
historia, la esclava de recién nacido, regalo de la abuela, la medalla de la
Comunión, con la virgen de turno; la pulsera de pedida, los pendientes que te
dejó esa tía soltera, el “sello” de la graduación, el anillo de boda de tus
padres o, simplemente, ese colgante que compraste en un viaje exótico para
tener un recuerdo de por vida.
Soy de
bisutería, de plata, como mucho y, aún así, me costaría mucho desprenderme de
algunas cosas por las que no me darían ni un euro si las llevara al siniestro
establecimiento de la esquina. No sé cuántas lágrimas vale un gramo de oro,
pero intuyo que muchas, porque detrás de cada joya, pequeña o grande, deben
esconderse muchas tristezas. Por más que estrafalarios personajes,
hombres-anuncio vestidos como el mago Merlín, nos conminen a deshacernos de
esas “antiguallas” que ya no usamos.
Quien sabe
si, una vez convenientemente fundida, una parte de nuestra vida pase a
convertirse en lingote atrincherado en la caja fuerte de algún poderoso.
Supongo que esta burbuja, la del oro, también pinchará pero entre los muros
de cada establecimiento se habrán quedado encerradas las angustias de mucha
gente que sabe que de los recuerdos no se come, ni se paga la luz, ni el
alquiler.
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