Muy
miserable sería si no ocupara este espacio, y todos cuantos tenga disponibles,
para alertar, insistir y machacar sobre la pobreza que afecta a la infancia. El
hambre, por decirlo en román paladino, y porque es la traducción real, la
primera entrada en el diccionario de este tiempo que nos ha tocado vivir.
Esta
misma semana, coincidiendo precisamente con el Día Internacional de los
Derechos de la Infancia, hemos conocido un dato “nacional”. De aquí, no de Mali
o de Etiopía. Cuatro de cada diez niños españoles pasan hambre. Más de dos
millones…y subiendo. Ilustra la noticia en un informativo de televisión la
imagen de un comedor de una ONG que ha inventado una especie de merienda para
que los niños, al salir del cole, puedan comer fruta, o yogures o leche con
cacao, junto con pescado o huevos. Proteínas y calcio pero, sobre todo, para
que no se vayan a la cama sin cenar.
Qué
tiempos, cuando el castigo de no sentarte a la mesa se traducía en que antes ir
a dormir te inflabas de galletas y te sentías vencedor. Y cuando tu madre, con
sentimiento de culpa, te llevaba a la cama el vaso de leche con colacao, para
que no te sonaran las tripas y pudieras conciliar el sueño. Era un castigo
simbólico. A la cama sin cena, con la seguridad de que el desayuno sería opíparo,
y en la comida podías decir esto no me gusta.
De
cincuenta años hacia abajo, todos hemos vivido esta realidad, aderezada con las
historias de padres y abuelos, esas de “no sabéis lo que es pasar hambre”, o
“después de la guerra os quisiera yo haber visto”, cuando rechazabas las
verduras o las legumbres.
Y
hoy se vuelve a pasar hambre. Cientos de miles de niños se van al colegio sin
desayunar y a la cama sin cenar. Y comen arroz o pasta, que cunden mucho y se
han salvado del subidón del IVA.
Sólo
por esto se me revuelven las tripas cuando oigo lo de estamos mejorando, o se
hace lo que hay que hacer, o el maldito déficit es lo primero. Lo primero es
comer y, como en toda familia que se precie, los niños son los primeros, aunque
los padres coman pan duro o se vayan a la cama sin cenar. Extrapolando, los
padres son los gobernantes, los que tienen las riendas del país, los poderosos,
los ricos, que no deberían estar sentados en sus escaños, en sus palacios o en
sus casas de lujo mientras un solo niño se vaya a la cama sin cenar. Somos
todos nosotros, aunque poco podamos hacer, amén de iniciativas particulares que
quedan en la conciencia de cada cual.
Y
todo lo demás es secundario. En Macondo, los niños que lloraban en el vientre
de su madre nacían con una maldición. Hemos estado tan entretenidos con otras
cosas que no hemos oído el llanto y hemos condenado a más de dos millones de
niños a irse a la cama sin cenar.
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