Entonces, septiembre siempre era un
comienzo. Agridulce, sí, porque pesaba el recuerdo del verano salvaje y libre.
Pero era un comienzo. Era la vuelta a las aulas, zapatos nuevos (Gorila, con la
pelotita verde), era ordenar apresuradamente las vivencias y las anécdotas de
vacaciones que se agolpaban en la cabeza atropellándose para ser contadas; era la mezcla de
temor a lo desconocido y de ansia por conocer.
Septiembre era cartera nueva o heredada
de tu hermana, lápices aún sin morder y cuadernos a veces reciclados y, con
suerte, sin dos rayas. Eso era de pequeños.
Era la Virgen y el comienzo de la
vendimia, el olor a mosto por las calles y los remolques cargados que, a
menudo, nos regalaban un racimo de uva magullada y sucia de tierra.
Era el mes con mayúsculas, el mes por
excelencia, porque en septiembre empezaba todo. Hasta las Navidades, que
veíamos ya tan cerca...
Crecimos, y septiembre siguió siendo el
principio. El Instituto empezaba en octubre y la Universidad, a veces casi en
noviembre. Pero ningún mes podía quitarle el protagonismo. El otoño, el curso
político, la vuelta al trabajo tras el verano, los días más cortos, las noches
más largas...
Creo que todos hemos amado y odiado
septiembre casi por igual en las distintas etapas nuestras vidas, y ahora... No
sé como definir este mes de vendimia escasa e incertidumbres abundantes. Es un
septiembre raro, que tiene más de final que de principio en todo.
El año político empieza(sigue)crispado,
las aulas, los hospitales, las empresas, las calles, están revueltas; el miedo
campa por sus respetos imponiendo su Ley. Las caras resignadas han sustituido a
la expectación que brillaba en los ojos cada septiembre. La vida se arrastra
por las calles de Macondo y la gente la ve pasar sin alegría.
No hay sensación de comienzo de nada y,
tal vez por eso, hayan venido a mi memoria esos otros septiembres, los que eran como debían ser. Los de entonces.
Ni ellos, ni nosotros, somos ya los mismos
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