Lo dicho, que el
debate me tiene entre asombrada y confusa, como si fuera algo irreal. Pienso
enseguida en el botellín de leche, ese que tome un par de años por gentileza de
los americanos, y que se repartía en el recreo en los colegios. Sabía fatal. Y
tuve suerte de que ya me pilló la leche en polvo, que creo que era peor
todavía.
La tartera era
la excursión, lo extraordinario, el día de San Marcos para espantar al diablo o
una tarde de alberca en la huerta de una amiga. Era el misterio y el compartir,
el comer la tortilla de la otra y ceder el plátano a la de más allá.
Nunca asociada
con la escuela. Jamás. Por eso ahora me devano los sesos buscando solución al
conflicto de las tarteras. ¿Habrá que pagar? ¿Cómo conjugarán las diferencias
entre los niños? ¿Será el mismo comedor para los que lleven cordero y merluza
que para los que sólo porten tocino y sardinas? ¿Compartirán los niños el
filete empanado con la mortadela de aceitunas? ¿Y la cocacola o el zumo con el
agua de la fuente del patio?
Veo en la tele a
una señora muy enseñoreada explicando los beneficios de la comida casera, y a
una nutricionista que teme que la tartera acentúe las diferencias sociales y
produzca carencias nutricionales en los niños. Y a un consejero que explica el
ahorro que supondrá suprimir los comedores, y las becas de comedor. Y al de la
Comunidad de al lado aseverando que tres o cuatro euros no son tanto.
Supongo que a
esos señores no les pasa por la cabeza que la tartera no va rellena de menús de
Arzak; y que tampoco han tenido un padre o un abuelo de los que se llevaban la
merienda al trabajo para pasar el día, entendiendo por merienda pan y poco más.
Y
la tristeza se adueña de Macondo. Ya no vienen recuerdos de olores y sabores de
comida criolla, de bananos, arroz, carne, guayaba
y hierbas de todo tipo, que Úrsula mezclaba con indudable maestría.
Recuerdo, más bien, a Rebeca, su niña adoptada
que sólo comía la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de
las paredes con las uñas.
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