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jueves, 23 de agosto de 2012

Desde Macondo. LA TARTERA

      Asisto estupefacta al debate sobre la tartera. Sí, la tartera, que esto no es el anuncio de los donuts, emblemas de tiempos mejores. Ahora los niños no olvidarán el bollito o la golosina a la hora de salir para el cole. No, se dejarán la tartera, el tupper o la fiambrera. O el bocadillo, en el peor de los casos.
      Lo dicho, que el debate me tiene entre asombrada y confusa, como si fuera algo irreal. Pienso enseguida en el botellín de leche, ese que tome un par de años por gentileza de los americanos, y que se repartía en el recreo en los colegios. Sabía fatal. Y tuve suerte de que ya me pilló la leche en polvo, que creo que era peor todavía.
      La tartera era la excursión, lo extraordinario, el día de San Marcos para espantar al diablo o una tarde de alberca en la huerta de una amiga. Era el misterio y el compartir, el comer la tortilla de la otra y ceder el plátano a la de más allá.
      Nunca asociada con la escuela. Jamás. Por eso ahora me devano los sesos buscando solución al conflicto de las tarteras. ¿Habrá que pagar? ¿Cómo conjugarán las diferencias entre los niños? ¿Será el mismo comedor para los que lleven cordero y merluza que para los que sólo porten tocino y sardinas? ¿Compartirán los niños el filete empanado con la mortadela de aceitunas? ¿Y la cocacola o el zumo con el agua de la fuente del patio?
      Veo en la tele a una señora muy enseñoreada explicando los beneficios de la comida casera, y a una nutricionista que teme que la tartera acentúe las diferencias sociales y produzca carencias nutricionales en los niños. Y a un consejero que explica el ahorro que supondrá suprimir los comedores, y las becas de comedor. Y al de la Comunidad de al lado aseverando que tres o cuatro euros no son tanto.
      Supongo que a esos señores no les pasa por la cabeza que la tartera no va rellena de menús de Arzak; y que tampoco han tenido un padre o un abuelo de los que se llevaban la merienda al trabajo para pasar el día, entendiendo por merienda pan y poco más.
       Y la tristeza se adueña de Macondo. Ya no vienen recuerdos de olores y sabores de comida criolla, de bananos, arroz, carne, guayaba y hierbas de todo tipo, que Úrsula mezclaba con indudable maestría.
      Recuerdo, más bien, a Rebeca, su niña adoptada que sólo comía la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas.
 

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