En la era de lo virtual, sigo
defendiendo, por la cuenta que me tiene y porque soy así de antigua, que una
palabra vale más que mil imágenes. Lo que veo, lo que escucho, lo que me
cuentan, se convierte rápidamente en palabras. A veces en una frase, en un
titular o en un solo concepto. En una palabra.
Es una necesidad esencial,
traducir todo a palabras, por impactante que sea la imagen que me transmitan. Quizá
sea porque escribo por necesidad orgánica, igual que bebo, como o respiro. Decía
Galeano que “Uno escribe para combatir la propia soledad y la soledad de los
otros”. No seré yo, que admiro cada palabra suya, quien le contradiga Pero creo, más bien, que una siempre escribe
para saber, para aprender y para
entender. A ti misma y a los demás. Al mundo.
Las palabras ponen las cosas en
su sitio, o las descolocan. Son como el bálsamo de Fierabrás, que curan
cualquier herida, hieren como espadas, produciendo lesiones incurables. Son una
caricia o un golpe cruel. Consuelan y clarifican, o enervan y tergiversan.
Mucho más que cualquier imagen.
Y además, hay palabras piedra. Son
todas esas que día a día saltan de las páginas de los periódicos, de los
aparatos de radio y televisión, hasta de los comentarios en la calle, y nos
golpean sin piedad. Hay demasiadas palabras-piedra. Guerra, muerte, desigualdad, pobreza, frío, hambre, miseria, desempleo,
subsidios, sintechos, desnutrición, ahogados, víctimas, refugiados, futuro
imperfecto, desesperanza y desesperación, atentado, racismo, venganza, purga,
corrupción, angustia, miedo…
Están colonizando nuestras
vidas, dejándonos magullados y tristes. Están apartando a codazos, sin
contemplaciones, todas las palabras bellas, las que debían constituir, una
junto a otra, la oración de nuestras vidas. Las que debían alegrarnos el día, amanecer, sol, concordia, amor, salud,
solidaridad, bienestar, respeto, compromiso, alegría, justicia, tranquilidad, aunque
sea relativa, empatía, libertad,
confianza, paz…
Todas esas palabras que un día
llenaron nuestros periódicos, el salón de nuestra casa, la tertulia con amigos,
nuestras conversaciones, nuestras vidas, y ahora están olvidadas en el fondo de
cualquier armario. Y ya, ni hacen por salir.
Las palabras-piedra son ya
consustanciales a nuestro vivir cotidiano. Abres los diarios, miras las
ediciones digitales, la tele o escuchas la radio separándote convenientemente.
Para que no te alcancen. Y pasas rápidamente las páginas buscando un término
amable, que a menudo se resiste a aparecer.
Un deseo por Navidad. Deberíamos
recordar más a menudo que las palabras no tienen dueño, que están ahí al
alcance de nuestra mano, para que todos podamos utilizarlas a nuestro antojo,
para que podamos apartar las duras, las falsas, las desteñidas por el abuso,
las que atraviesan como agujas. Y las palabras piedra, que nos
dejan sin aliento.
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