No me gustan los pobres. Para nada. Por
tradición o por educación siempre hemos asociado la pobreza a suciedad, mal
olor, niños con mocos y moscas, pies y uñas negros, piojos y otros inquilinos.
Nadie se ha molestado nunca en explicarnos que los desharrapados de los cuentos
infantiles, los pilluelos mugrientos y los ladronzuelos de los libros de
Dickens o los mendigos borrachos de infinidad de relatos no estaban ahí porque
si, por gusto o porque hubieran elegido ese personaje en el reparto de papeles.
Y que conste que tampoco me he
identificado nunca con esas señoronas con pieles y joyones que se tapan
discretamente la nariz con el pañuelo mientras realizan supuestas obras de
caridad. Ni con la marquesa, condesa o lo que sea Esperanza Aguirre, a la que
molesta la mala imagen que dan los sin techo en la capital del Reino.
Pero no me gustan los pobres. Matizo, no
me gusta que haya pobres y me pone los pelos de punta escuchar las historias
particulares, las de los “pobres de cuna” y las de los pobres sobrevenidos, cada
vez más, que relatan a quienes les quieran escuchar que una vez tuvieron una
casa, y un coche, y un trabajo y un sueldo que les permitía ir al cine y hasta de
vacaciones.
Tal vez habría que escucharlos más para
no tener que oír hablar, insistentemente, de una nueva plaga que viene a
sumarse a la xenofobia y al racismo. Aporofobia lo llaman. El término está formado
a partir de la voz griega á-poros, "sin recursos" o
"pobre", y fobos, "miedo". Juntando todo, aporofobia
significa "odio, miedo, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el que no
tiene recursos o el que está desamparado".
Y hete aquí que leemos que un pobre, un
sin techo, un hombre que dormía en la calle, ha sido atacado a botellazos por
un grupo de chicos, todos menores. Cuatro de ellos, con menos de 12 años, o
sea, inimputables. Vamos, que se van a casa sin más. Sin tratamiento para la
aporofobia, con el riesgo de tener un nuevo brote en cualquier momento, ante la
presencia de un nuevo mendigo de los muchos que hay en nuestras calles.
Ahora que tanto se habla de la difteria,
de nuevas enfermedades causadas, entre otras cosas, por la falta de vacunación,
se me ocurre que no hay vacuna para la aporofobia; que no se llamaba así hace
unos años, cuando se quemó a una indigente en un cajero, o más recientemente en
Valencia, donde varios sin techo han sido apaleados en los últimos meses.
La vacuna es la educación, el fomento de
los valores de respeto, de igualdad, de atención a los más necesitados. Y de
eso están muy escasos los laboratorios del mundo en que vivimos.
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