No es el salario mínimo
que tanto molesta a los sufridos empresarios de este santo país; y tampoco es
una letra bailada de ese Fondo Monetario al que le estorbamos los pobres, los
parados y, en general, quienes comemos, enfermamos, llevamos a los niños al
cole y esas cosas que hacemos los simples mortales con el único afán de
molestar a los poderosos. Y que acaba de pedir, por enésima vez, que se
recorten los sueldos.
Ya
sé que los empresarios son de otro planeta, y que la señora Lagarde nunca leerá
estas líneas. Y en ambos casos, cuentan con prestigiosos economistas que les
presentan sesudos estudios.
Dios
me libre a mí, que soy de letras y de pueblo, de contradecir a tan doctos
eruditos. No llego a entender un cuadro macroeconómico, ni a interpretar un
gráfico. Si acaso, a “echar las cuentas” que es lo que hacemos la gente de a
pie. Y se las voy a echar.
Tras
congelaciones varias, el salario mínimo es en España de 645,30€. Y son cientos
de miles de trabajadores los que lo cobran. No voy a hablar del caso extremo de
una familia con dos o tres churumbeles que tengan que vivir treinta días cada
mes, algunos treinta y uno, con tan enorme cantidad. Voy a lo facilito.
Pongamos el caso de una persona soltera, sin nadie a su cargo, sin vicios
conocidos, alcohol, tabaco, unos días de vacaciones y una caña los domingos incluidos.
Pongamos que vive bajo techo, más que nada por soportar los rigores del clima y
poder rendir en el trabajo. Y que ese techo, en forma de alquiler o de
hipoteca, le cuesta como muy poco 300€ (me estoy pasando de prudente). Que
aunque no tiene aire acondicionado o calefacción, enciende de cuando en cuando
el ventilador o un radiador. Y se calienta el café y la comida. Hasta ve la
tele, que salir a la calle cuesta dinero. Ya tiene un mínimo de 100€ de luz.
Digo mínimo, porque sé que me quedo corta.
Con
los doscientos euros que le restan de ese exagerado salario que debe ser
recortado sí o sí, tiene que pagar el agua, la basura y demás impuestos, tiene
que comer, pagar el transporte, sustituir los zapatos que se han roto o la
lavadora que ha dicho hasta aquí llegamos. Y comprar las aspirinas, el almax y
el jarabe de la tos, que ya no entran en la Seguridad Social. Y hacer en
Navidad un regalo a los suyos.
Todo
eso, sin coche, seguro de la casa, sin arreglarse la boca, que ya va siendo
urgente e inevitable, y sin que surja un imprevisto en forma de avería eléctrica,
baño atascado o cristal roto.
Estas
son las cuentas que hay que echarles a unos y otros. Quizá es que nadie se lo
ha explicado así. Quiero creerlo, porque de otra forma, sólo queda una
alternativa: pensar que, directamente, no tienen alma. O que se creen señores
feudales con derecho sobre la vida y la muerte de sus súbditos y que han instalado el Salario Medieval Interprofesional. Como cuando en
Macondo se instaló la compañía bananera.
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