De
toda la vida sabemos que los reyes, en general, son distintos a nosotros. Que
aunque no venga en el Génesis, Dios creó al hombre, a la mujer y luego, a la
Monarquía. Y la situó por encima del bien y del mal y, por supuesto, del resto
de los mortales. Así es, y así nos lo han contado, desde pequeñitos.
Saturada
de abdicación, proclamación y de las toneladas de almíbar que se están
vertiendo en estos días sobre la divinidad del Rey saliente, y del entrante, me
viene a la cabeza uno de esos cuentos de Andersen, de los troquelados de toda
la vida, que leí cuando apenas aprendía a juntar las letras: La Princesa y el
Guisante. Seguro que a todos os suena. Una Reina, empeñada en buscar la mejor
esposa para su hijo, somete a todas las candidatas a una dura prueba, la de
detectar un guisante colocado bajo veinte colchones. Sólo así se sabría si su
sangre real era auténtica. Docenas de candidatas fueron desechadas, hasta que
llegó la auténtica princesa, que se levantó llena de moratones por la molestia
de la dichosa bolita verde. Y se casó con el Príncipe, y comieron perdices y
todas esas cosas.
En
la época del cuento, yo dormía aún en colchón de lana. De esos llenos de bultos
que no había forma de colocar debidamente. Y que te absorbían literalmente
cuando te tumbabas en la cama. Se movían contigo, dándote la sensación de estar
en un barco a la deriva, por lo que se balanceaban a cada cambio de postura. Y
pensaba en el guisante, en cómo podría notar alguien una cosa tan pequeña, sin
confundirla con los nudos de la lana.
Efectivamente,
tendría que ser muy especial. Pues eso, de la realeza. Especiales desde la
cuna, y mucho antes. Capaces de vivir en su burbuja de palacios, yates,
cacerías, viajes exóticos y demás, con la única obligación de salir a saludar
de cuando en cuando. Y cobrando generosamente por ello, claro. Sin despeinarse.
Así
es como tiene que ser. Lo hemos aprendido desde pequeños ¿Quién no ha leído un
cuento de príncipes y princesas? Guapísimos, apuestos, bellas hasta quitar el
aliento, viviendo felices desde la primera línea hasta el y colorín colorado…
Ahora
que he crecido, que los colchones de lana son un mal recuerdo y que sé casi
todos los cuentos, me da pena la pobre princesa del cuento, tan refinada y poco
dotada para la vida cotidiana que no era capaz de disfrutar de un plácido
descanso por una tontería, un simple guisante, que los demás, los súbditos, ignoraríamos
sin mayores problemas.
Me
apena, ante todo, que estos seres de cuento, los reyes y las reinas, los
príncipes y las princesas, no sean personajes de ficción, que hayan traspasado
las tapas troqueladas del cuento y hayan sentado sus reales aquí mismo, en
nuestro mundo, pero sin mezclarse, con nosotros, a años luz de nuestras
vidas.
Y
que nos sigamos afanando en quitar de sus camas el guisante que molesta sus
reales cuerpos, mientras los nuestros soportan todos los rigores imaginables.
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