Siendo como soy de
tierra adentro, tengo debilidad por el mar. Ya sabéis, no hay cosa más bella
que la que nunca he tenido. Pero el mar que me fascina no es el de playa y
sombrilla que descubrí, con gran decepción, un buen día en las vacaciones de
verano. Ese no era el mar turbulento que se tragaba a los corsarios de mis
primeras lecturas; no era el de la Isla del Tesoro, ni el que albergaba a Moby
Dick tras comerse la pierna del valiente capitán Akab. No era el mar de
tiburones y noches de tormenta del Viejo pescador de Hemingway. Y mucho menos, el que
podía albergar en sus profundidades misteriosas nada menos que veinte mil leguas de viaje submarino.
Era un mar en calma, sin olas, como una
inmensa piscina que se perdía en la línea del horizonte sin obstáculos a la
vista. Andando el tiempo, he ido viendo otros mares. Y hasta he surcado alguno,
dentro de mis modestas posibilidades, cruzándome de cuando en cuando con uno de
esos transatlánticos de lujo que desafían orgullosos todos los temporales. Como
el barco de Rajoy.
La nao capitana ha
pasado el Cabo de Hornos. Por cierto, no lo ha atravesado, como dijo el
almirante-presidente. Los cabos no se atraviesan, se doblan. Cualquiera que
haya leído un libro de piratas lo sabe. Pero es un matiz. La imagen es la que
es, la que cantaba el pirata de Espronceda, el de Con
diez cañones por banda, viento en popa a toda vela… No he podido por menos que
imaginarme al presidente sin pata de palo y con pendiente (trofeo al que se
hacían merecedores los marineros que sobrevivían al pavoroso Cabo) “y va el
capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado, al otro Europa, y
allá a su frente Estambul; —«Navega velero mío,
sin temor, que ni enemigo navío, ni tormenta, ni bonanza, tu rumbo a
torcer alcanza…”
Han doblado el Cabo de Hornos, pero sólo ellos.
Celebran con barriles de ron el exiguo descenso en las cifras del desempleo, el
mar en calma que ahora les acoge y la isla del Tesoro que sólo ellos vislumbran
en el horizonte.
Al otro lado, el resto de la flota, la marinería, los
que seguimos al otro lado, en plena tormenta, con las velas rotas y haciendo
aguas por todas partes. Ellos ya ven tierra, pero el resto habitamos un mar de
temporales, de recortes, de desigualdad y de pobreza. Seguimos luchando por
mantenernos a flote, entre tiburones y ballenas asesinas, sin isla en la que
desembarcar ni tesoro que repartir.
Cuando José Arcadio Buendía buscaba una salida al
mar encontró Macondo. Y allí se quedó. Allí, en la ciénaga, se quedaron sus
sueños de fundar una ciudad costera que les permitirá acceder a todos los
avances que había al otro lado. Y allí comenzaron los cien años de soledad.
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