Por razones oficio,
durante un cuarto de siglo de vida laboral he mantenido un estrecho contacto
con la Constitución. Con la actual y con
los efímeros textos anteriores, por aquello de documentarse. La he leído de
principio a fin, los derechos, los deberes, las garantías, título a título,
desde el prefacio al refrendo, analizando cada artículo, buscando inspiración en los términos tan
conocidos. Libertad, seguridad, protección a la infancia, a la juventud, a los
mayores, garantías jurídicas, igualdad, no discriminación, derecho a la
cultura, libre expresión…
Podría
seguir, pero en estas fechas hay docenas de artículos que hablan de la Ley de
Leyes, que la ensalzan, que nos cuentan eso de que es el marco jurídico que
permite la convivencia, que es el paraguas que nos ampara a todos y demás
tópicos que se repiten desde 1978.
Y
yo, ya ves, por llevar la contraria, me acuerdo de la Constitución de 1812, la
de las Cortes de Cádiz. Me acuerdo de un artículo, el 13, que no está en el
vigente texto constitucional: “El objeto del Gobierno es la felicidad de
la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el
bienestar de los individuos que la componen”. Artículo 13.
Falta
el 13, y faltan todos los demás. No hablo de la reciente (y pactada)
modificación para incluir el techo de déficit de nuestros dolores. Hablo de artículos que
garanticen la felicidad, la que se consigue con trabajo, con salario
suficiente, con vivienda, con igual acceso a la educación, la sanidad o la
justicia, con los derechos mínimos para una vida digna. Sin hambre, sin
tristezas añadidas artificialmente.
Esta
Constitución, la que hoy conmemoramos, la del 78, no habla de felicidad, no
obliga a los gobernantes a trabajar por ella, y de esos polvos vienen estos
lodos. El estado de derecho que se proclama en el prefacio, se ha convertido en
estado del revés y las páginas de la Ley Suprema se nos antojan papel mojado
con letras borrosas que cada cual puede interpretar a su antojo. Y donde no
pone “Felicidad”.
Leí
hace tiempo que en Bután, un pequeño país perdido en el Himalaya, existe un
indicador que mide el grado de felicidad
de sus habitantes. No el producto interior bruto, sino el “producto interior de
felicidad”, porque a sus gobernantes no
les interesaba tanto el dinero de los ciudadanos como su estado anímico
y su bienestar. Que era muy alto, por cierto.
Fuera
de esta curiosidad, hoy, más que nunca, echo de menos el artículo 13 de La
Pepa. Tal vez habría que hacer un referéndum para incluirlo. O hacerlo por
decreto, con premeditación, alevosía y agravante de vacaciones, que no sería la
primera vez. Pero hacerlo. Y articular los mecanismos para expulsar con
vergüenza y vilipendio a quien no lo cumpla.
Dicho
esto, Viva la Pepa.
¿Dónde hay que firmar, Maria Ángeles? Las últimas actuaciones por parte de quienes mandan, justífíquense como se quiera, parecen destinadas a justo lo contrario: "buscar la infelicidad de la mayoría", incluída la de los propios votantes que permitieron las mencionadas actuaciones.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es verdad, Antonio. La infelicidad de la mayoría, la tristeza, la falta de ilusiones... Desde luego, no hay mucho que celebrar en este Día de la Constitución.
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