Cuando ya nos habíamos familiarizado
con los archivos tóxicos, las preferentes, los abusos de los banqueros, los
intereses desorbitados, el Euribor y los bancos malos, hemos descubierto que hay bancos buenos. Sin
directivos famosos y millonarios, sin sucursales en edificios ostentosos y de diseño, sin publicidad en cada
marquesina, sin productos estrella, sin seguros, sin plazos fijos. Sin
contraprestaciones.
Estaban ahí, pero no los conocíamos.
Al menos, no íntimamente. No los necesitaba casi nadie de nuestro entorno y,
por tanto, eran perfectos desconocidos. Y ahora son los números uno del
ranking, aunque no coticen en Bolsa, aunque no estén en el IBEX.
Son los bancos de alimentos, que los
que tanto se habla desde hace unos meses, casi al tiempo de que comenzaran los
rescates multimillonarios a sus “hermanos malos”, de que se multiplicaran los
desahucios y de que todos tomáramos conciencia de que el hambre existe y no
está ahí afuera. Está aquí al lado.
Los bancos buenos prestan a fondo
perdido, sin ningún tipo de interés, sin firmar papeles, sin avales que
comprometan a nadie. Atendiendo tan solo a la necesidad imperiosa de vivir,
cuando “los otros” han quitado las ilusiones por la vida. Y sin mirar de arriba
abajo, sin caridades humillantes. Por solidaridad. Ya saben eso de que la caridad es vertical,
se hace desde arriba, y la solidaridad es horizontal, en el mismo plano, entre
iguales.
En este escenario apocalíptico en el
que se desarrollan nuestras vidas, han surgido muchos bancos buenos. Unos
grandes, como el de alimentos, otros, más modestos, como los que recogen
comida, juguetes o ropa de abrigo en asociaciones, colegios, y hasta en los
bloques de vecinos. Alguno más, entre gente de bien, particulares o
constructores que ceden sus viviendas para albergar a los que han perdido la
suya.
Quizá debieran cambiar su nombre. No
deberían recordarnos a las instituciones financieras, que Dios confunda. Estas
acciones nos reconcilian con el término “banco” que, por la fuerza de los
hechos, nos suena mal. Nos suena a abuso, robo, empobrecimiento y tragedia.
Y nos reconcilian también con el
mundo. Nos hacen ver que existe buena
gente frente a los que aparecen cada día
pidiendo sacrificios, y lo hacen con cara de pena para después seguir
viviendo en su cómodo sillón-despacho-coche-chalet. Y sin hambre. Definitivamente, ellos y la
empatía, la humanidad, fueron separados al nacer.
García Márquez, el mismo que considera que “Un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro
hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse”, situó en Macondo la casa
grande en la que siempre había un plato de comida para quien lo necesitara,
donde todos eran bienvenidos, desde los 17 hijos del coronel Buendía hasta las
4 monjas y 68 alumnas para las que se compraron 72 bacinillas para hacerles más
cómoda la estancia.
Sin preguntar, sin condiciones ni
comisiones. Como un banco bueno.
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