Tengo sobre la mesa, en montoncitos, separados por amigos, familia etc, los souvenirs que han venido conmigo de mi último viaje. No son demasiado horribles (no compro compulsiva mente, siempre pienso si me gustaría tener uno de esos objetos en mi casa, antes de "largárselos" a nadie). Pero, al fin y al cabo, son lo que alguien, muy acertadamente, ha dado en llamar "pongos" (por aquello de ¿y esto dónde coño lo pongo?).
Hace un par de meses, durante uno de mis escasos furores de limpieza doméstica, desaparecieron de mis estanterías docenas de ceniceros, muñecos, cajitas, joyeritos, figuras típicas, llaveros y mil lindezas más procedentes de los cuatro puntos cardinales, y atesorados durante varias décadas. Me quedé con lo justo, con lo realmente bonito y con lo horroroso que tiene algún significado especial, y que es firme candidato a "viajar" en la próxima limpieza, porque los significados especiales también se diluyen con el tiempo ( o ya nada significa nada).
Y aquí estoy. Mirando los renos de Finlandia, las matrioskhas rusas y la minibotella de vodka estonio. Y el ámbar del Báltico. Y las tres acuarelas que reservo para mí, y que engrosarán mi modesta colección de cuadros que me transportan a otros mundos sólo mirando durante horas las paredes.
Es la incógnita tras cada viaje. Intento justificarme con eso de que lo importante es que te has acordado de la familia, de los amigos; que te has esforzado en buscar lo menos friki; que has comprado "personalizando", no al buen tuntún y que, seguro, seguro, que tus regalos no serán víctimas inocentes de limpiezas generales.
Al fin y al cabo, siempre nos han dicho que la intención es lo que cuenta. Y os juro que no tengo malas intenciones.
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