Los millonarios, los ricos, los poderosos, son noticia en estos días. O queremos hacerlos noticia, porque seguro que ellos, desde sus alturas, ni se han enterado del revuelo que hemos organizado acerca de si deben pagar más o menos, de si es necesario gravar a las grandes fortunas o si éllos, de su motivo, tienen que desprenderse de algo de lo mucho que les sobra.
Hablamos y hablamos de millonarios como se habla de términos que sólo son conceptos inabarcables, léase Dios, amor, tiempo, felicidad, eternidad. Intuimos que existen, pero los situamos en otra galaxia, con esa especie de temor que produce lo que no está en nuestras coordenadas, lo que se nos escapa.
Un millonario es alguien a quien no se puede mirar a los ojos, por si se ofende; alguien que extiende la mano esperando que le beses el anillo, como a un obispo; alguien que no camina: Levita. Es lo que queramos imaginar, porque algún gen tendremos por ahí, proveniente de la época feudal o aún anterior, que nos hace arrugarnos ante el poder que da el dinero, mirar al suelo y no atrevernos a abrir la boca, por si molestamos.
¿En qué cabeza cabe pedirles que paguen más? ¿Y si se enfadan? Pueden hacer que nos destierren, que nos corten la cabeza o que nos encierren en una oscura mazmorra, condenados de por vida a pan negro y agua corrompida.
Y son tantos, que cualquiera se atreve. He leído por alguna parte que hay 11 millones de millonarios (valga la redundancia) en el mundo. Entendiendo por tales a los que cuentan con másd de un millón de dólares. También he leído (qué mala costumbre tengo), que sólo el año pasado, en plena crisis, aumentó un 9 por ciento el número de agraciados con algunos milloncitos más. Y que en Europa está la tercera parte de estos señores del dinero. Y que en España, haberlos, haylos.
Un ciudadanito de a pie, como yo, sólo puede mirarlos con reverencia, desde su insignificacia; en lo alto de sus caballos, con armaduras de oro y espuelas de brillantes, cegado por el brillo, atemorizado y cuidando de no despertar su cólera de resultados imprevisibles.
Ahora sé que los políticos, alguno también rico y poderoso, tienen el mismo gen que todos nosotros. El del miedo a molestar, a incomodar a los señores.
Es más fácil, y menos arriesgado, incordiar a los siervos de la gleba, a los que siempre, a través de los siglos, se ha exigido todo a cambio de migajas. Hemos armado un ejército que huye a la vista del enemigo. Hemos creado una democracia que no es el poder del pueblo. Es el poder de los de siempre.
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