Siempre he defendido que una palabra a tiempo vale más que mil imágenes. Ya sé que no es esto lo que se lleva en la era digital, la de los ipod, ipad, tele, videojuegos y demás. Pero es que soy así de antigua. O tal vez es porque siempre me he ganado la vida con esto, o porque asocio mis buenos y malos momentos a eso, a una frase, a una palabra.
Es curioso, pero es así. Seguro que si me psicoanalizaran dirían que no tengo demasiada memoria visual, y que el vincularlo todo a las palabras será producto de cualquier trauma infantil, de una bronca de mi madre o de lo que escuché-y dije-a cualquier novio de juventud. En fin, que me gusta más analizar lo que oigo y lo que leo que cualquiera de esas fotos "que hablan por si solas", como se suele decir.
En estos días de declaraciones y contradeclaraciones, de ataques feroces de unos y otros, de furor post-electoral y de calentones, las palabras son protagonistas absolutas. No hay que mirar las caras; nos las sabemos todas. Ni los labios pronunciando crisis, recortes, fin de una era, adiós al estado del bienestar, ajustes, paro, y otras lindezas que no escribo por pudor.
Hay que escuchar y leer, porque este auténtico torrente de palabras nos desborda, y vale más que mil imágenes, pone a cada uno en su sitio y a nosotros, en el de todos.
Me viene a la memoria un cuento corto de Isabel Allende en el que la protagonista, Belisa Crepusculario, tenía por oficio vender palabras, desde que descubriera que no tenían dueño, y cualquiera las podía utilizar a su antojo, y hasta sacar provecho de ellas. Y así se ganaba la vida, de pueblo en pueblo, con su tenderete de palabras.
Hasta que llegó un militar aspirante a político y le pidió las palabras precisas para ser presidente. No fue fácil encontrarlas, porque tuvo que descartar los términos "ras" y "a secas", las demasiado floridas, las desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento y la intuición de los hombres y mujeres.
Encontró esas palabras, las vendió y consiguió que el guerrero zafio y tosco tocara el corazón de sus paisanos.
No es tan difícil. Sólo hay que pensar que las palabras hieren como dardos, y que estamos recibiendo demasiados flechazos. No vale todo; puede que yo escriba en la arena, para que mis palabras se las lleve el viento. Pero yo no soy nadie, lo que diga o escriba no importa demasiado. Las palabras que vendo, como estoy haciendo ahora, se las tragará el desierto sin dar tiempo a que se asienten en las conciencias o los pensamientos.
Pero hay otras que permanecen, que se clavan en el corazón, y que no se pueden vender al mejor postor. Esas, hay que dosificarlas
martes, 7 de junio de 2011
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