Borges
imaginaba el Paraíso como una especie de biblioteca; Cicerón afirmaba que si
además de libros había un jardín, ya estábamos en el cielo; Federico García
Lorca renunciaba a medio pan por un libro, para alimentar cuerpo y alma. Y
Mafalda, siempre tan aguda, se pregunta si no sería maravilloso un mundo en el
que las bibliotecas fueran más importantes que los Bancos.
Como todos los citados están muertos o son de ficción, van a ahorrarse el amargo trago de ver el paraíso mancillado, con las puertas cerradas, las estanterías vacías y un ostentoso cajero automático en la entrada. Que leer no puede salirnos gratis, faltaría más. Con agosticidad y casi de tapadillo, se ha dado el visto bueno al nuevo canon por préstamo de libros que, en la práctica va a suponer el principio del fin de estos templos del saber en el que tantas y tantas horas hemos consumido.
He leído, nunca lo suficiente pero sí lo bastante para que no me sirvan las torpes y burdas excusas de que el ciudadano de a pie, usted y yo, no vamos a notar el cambio. Que no tendremos que pasar por taquilla cada vez que nos llevemos un libro en préstamo. Que eso, lo harán las instituciones al final de cada ejercicio. Que nos cuenten una de vaqueros, que la de risa ya nos la han contado.
Las instituciones somos nosotros mismos, los que leemos y los que pagamos impuestos. Y ya hemos notado con creces el “amor” a la lectura que tienen nuestros gobernantes, recortando hasta el infinito las partidas destinadas a bibliotecas.
Ahora, con la nueva ley, van a conseguir que las bibliotecas quemen todos sus libros, no quieran comprar nuevas colecciones o que se nieguen a prestar libros a sus usuarios porque el presupuesto anual se lo han comido en los primeros 15 días del mes. O que abran un ratito al día, y a escondidas, para que el público no se entere.
La crisis se ha llevado por delante un buen número de pequeñas bibliotecas, y ha dejado tiritando los fondos de otras muchas. Ya lo dijo no hace tanto la alcaldesa de una importante población española, las bibliotecas no dan dinero, y encima hay que pagar a los empleados.
Qué lástima. Quien no está dispuesto a dar un libro tampoco se conmoverá con el hambre, ni con la pobreza, ni con las desigualdades. Ni con los dramas que vemos a diario. Lo verdaderamente dramático estar en manos de quienes desprecian la cultura, porque, al mismo tiempo, desprecian a la persona con todas sus necesidades y en toda su magnitud.
Me viene a la cabeza la respuesta de Eduardo Mendoza, cuando le preguntaban qué libro salvaría si el barco se estuviera hundiendo. “Si tuviera que elegir un solo libro preferiría morir en el naufragio”.
Ahora habrá que decidir por qué libro pagamos. Para no hundirnos.
Como todos los citados están muertos o son de ficción, van a ahorrarse el amargo trago de ver el paraíso mancillado, con las puertas cerradas, las estanterías vacías y un ostentoso cajero automático en la entrada. Que leer no puede salirnos gratis, faltaría más. Con agosticidad y casi de tapadillo, se ha dado el visto bueno al nuevo canon por préstamo de libros que, en la práctica va a suponer el principio del fin de estos templos del saber en el que tantas y tantas horas hemos consumido.
He leído, nunca lo suficiente pero sí lo bastante para que no me sirvan las torpes y burdas excusas de que el ciudadano de a pie, usted y yo, no vamos a notar el cambio. Que no tendremos que pasar por taquilla cada vez que nos llevemos un libro en préstamo. Que eso, lo harán las instituciones al final de cada ejercicio. Que nos cuenten una de vaqueros, que la de risa ya nos la han contado.
Las instituciones somos nosotros mismos, los que leemos y los que pagamos impuestos. Y ya hemos notado con creces el “amor” a la lectura que tienen nuestros gobernantes, recortando hasta el infinito las partidas destinadas a bibliotecas.
Ahora, con la nueva ley, van a conseguir que las bibliotecas quemen todos sus libros, no quieran comprar nuevas colecciones o que se nieguen a prestar libros a sus usuarios porque el presupuesto anual se lo han comido en los primeros 15 días del mes. O que abran un ratito al día, y a escondidas, para que el público no se entere.
La crisis se ha llevado por delante un buen número de pequeñas bibliotecas, y ha dejado tiritando los fondos de otras muchas. Ya lo dijo no hace tanto la alcaldesa de una importante población española, las bibliotecas no dan dinero, y encima hay que pagar a los empleados.
Qué lástima. Quien no está dispuesto a dar un libro tampoco se conmoverá con el hambre, ni con la pobreza, ni con las desigualdades. Ni con los dramas que vemos a diario. Lo verdaderamente dramático estar en manos de quienes desprecian la cultura, porque, al mismo tiempo, desprecian a la persona con todas sus necesidades y en toda su magnitud.
Me viene a la cabeza la respuesta de Eduardo Mendoza, cuando le preguntaban qué libro salvaría si el barco se estuviera hundiendo. “Si tuviera que elegir un solo libro preferiría morir en el naufragio”.
Ahora habrá que decidir por qué libro pagamos. Para no hundirnos.
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