Cómo me hubiera
gustado que esta modesta columnita fuera una égloga de Garcilaso, de esas que
empiezan con “Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis
mirando en ellas…” El agua como poesía. Pero qué va. Las noticias del agua no
son buenas, como tampoco lo son las de la tierra ni las del aire, cada vez más
irrespirable.
Ha llovido sin
tiento ni medida. Ríos y arroyos han ocupado sin contemplaciones las tierras
que eran suyas; los embalses de la zona húmeda se han negado a acoger ni una
gota más. Los de la España seca, siguen tal cual. El mar embravecido se ha
llevado por delante espigones, puertos, restaurantes y paseos marítimos.
Y otro
mar, esta vez en calma, ha depositado en la orilla los cuerpos hinchados de
quienes quisieron hacerlo camino a la libertad y al futuro. Llegaron al agua
tras la larga travesía del desierto y el agua los devolvió a la arena.
El agua se ha
instalado en la actualidad, como antes lo hizo la luz. En plena semana de
lluvias, tormentas y angustiosas imágenes de gente tratando de llegar a la
orilla, conocemos que en España, aquí mismo, hay más de 300.000 familias que
sobreviven sin agua por no poderla pagar. Porque se la han cortado. Y hay otro
medio millón de órdenes de corte. Es como una pesadilla escuchar los
testimonios de quienes van al parque público con dos garrafas que luego
calentarán en cacerolas (si tienen luz o gas) para lavarse mínimamente o
cocinar.
Soy manchega, de
esa tierra dura bautizada por los árabes como Al- Mansha, La Seca. Pasé mi infancia y una parte de mi
adolescencia, con serias restricciones de agua. Un par de horas al día, justo
el tiempo para ducharse, llenar cubos y bañeras y depósitos los más afortunados
(que era mi caso). He visto las colas en las fuentes, y hasta he añorado no
estar ahí con mi cántaro, enterándome de los últimos chismes del pueblo.
Pero de eso hace…Tanto que no puedo imaginarme que regrese. La
Unión Europea, siempre al quite (¿?) está estudiando hacer del agua un derecho
fundamental para los europeos. Chocará con los Mercados, y todo seguirá igual.
Si nos parecían horribles los cortes de luz en pleno invierno, no sé cómo
calificar a la carencia de agua en pleno siglo XXI y en el primer mundo.
Macondo fue al principio una aldea ordenada. El primer
Buendía, el fundador, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que
desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo.
Luego llegó el diluvio y el pueblo desapareció.
Hoy por hoy, echo de menos a un Dios que abra los cielos durante
cuarenta días y cuarenta noches, o cuatro años y once meses, como en Macondo, y
haga desaparecer este mundo que ya no conocemos. Donde hasta el agua es mala
noticia.
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