Hoy es jueveslardero.
Así, todo junto, como decíamos de pequeños y como recuerdo ahora, no sé si por
los muchos años, por nostalgia, o porque cada vez se va instalando en mi cabeza
la idea de que cualquiera tiempo pasado fue mejor (visto lo visto, y lo que
queda por ver). No sé si se sigue
celebrando en las escuelas, que están para pocas celebraciones. Seguro que no
hay presupuesto disponible, y que los padres ya no están para regalitos, pero
sería una buena tradición a recuperar.
El jueveslardero, puerta del carnaval y
antesala de la Cuaresma, era una suerte de día del maestro, pero también del
alumno. Una jornada de confraternización, de reconocimiento mutuo, con olor a
chocolate y tortas de manteca. Un día sin clase.
No había que llevar
cartera. Era el día de la taza de duralex envuelta en la servilleta de cuadros,
y del paquetito, casi siempre humilde, que entregábamos a los maestros. Nuestro
regalo, a cambio del chocolate con tortas y de tantas cosas más.
Jueveslardero fue
siempre para mí una fecha especial, que vivía con doble intensidad, como alumna
y como hija de maestros. Que se traducía en un montón de botes de melocotón en
almíbar (el postre durante meses) y alguna botella de coñac que mi madre usaba
para freír chorizos; en algún conejo, vivo siempre, para horror de mis
hermanos, y varias cajas de jabón Maderas de Oriente, de las de tres pastillas.
Con suerte, de Heno de Pravia, que olía mejor. Porque también eran para muchos
meses. Para todo el año.
Parece la Prehistoria,
pero sucedió. Lo juro. Y lo recuerdo con añoranza, ahora que la Educación sólo
suena en clave de problemas, de recortes, de aulas llenas, de maestros
cabreados, de becas que no llegan y de futuro imperfecto. Y de niños sin
chocolate y tortas, y sin todo lo demás. Y de pueblos sin escuelas, que no hay
que derrochar en cosas menores.
Los años y los
diluvios, tan pavorosos como el que arrasó Macondo, han acabado con esa
historia cercana dejándonos tan sólo el recuerdo del olor a chocolate recién
hecho, de tener toda la vida por delante, de saber reconocer, con
agradecimiento, el trabajo de los profesores. De afrontar la Cuaresma con
regusto dulce, el que proporcionaba pensar que sólo eran cuarenta días y luego
llegaba el verano, y las navidades.
Y un nuevo jueves lardero.