Dos
días de fiesta y nada que celebrar. Un puente que lleva a ninguna parte, porque
en la otra orilla nos espera lo mismo ¿Para qué cruzarlo? Nunca dos fiestas,
una religiosa y otra laica, una antiquísima y la otra de anteayer, han tenido
tantas cosas en común que se reducen a una sola. No hay nada que festejar.
El
cuerpo de Cristo, encerrado en lujosas custodias, volverá a pasear por las
calles y plazas de muchos puntos de nuestra geografía; y lo hará sobre lechos
de flores, alfombras de serrín coloreado o asfalto perfumado con tomillo y
romero. Entre joyas y mantillas y rancios trajes de época. En la irrealidad más
absoluta, con todos los respetos a quienes creen de verdad en ese jueves que
reluce más que el sol. Por mi parte, creo que si un Dios justo bajara a la
tierra, no lo haría en esas joyas de incalculable valor y custodiado por la
Guardia Civil para que nadie se le acercara demasiado. Y creo, como los
habitantes de Macondo cuando llegó el padre Nicanor, que no hacen falta
intermediarios para que cada cual arregle sus asuntos con la divinidad.
Y
sin solución de continuidad, llega el Día de Castilla-la Mancha, de la
afirmación regional, del orgullo de la tierra. Ese día que nunca ha acabado de
calar entre nosotros, en esta tierra dispersa y diferente, y que hoy por hoy
tiene más de duelo que de fiesta.
No
es para celebrar haber perdido miles de profesores y de personal sanitario, ni
ver las pequeñas escuelas rurales cerradas a cal y canto, ni ostentar el triste
récord de ser campeones en los recortes, o estar entre las diez primeras
regiones de Europa con más paro; o superar al resto del país en retroceso en el
PIB (ser más pobres, en román paladino).
Nada
que celebrar porque los ciudadanos de a pie no podemos entender que se cuelguen
medallas por esas cosas de la austeridad (para algunos), y del objetivo de
déficit que ni entendemos ni nos llegan y que, de haberse conseguido, ha tenido
un precio demasiado alto, ha sido a base de sudor y lágrimas, de un sufrimiento
que no se sabe cuándo acabará y que, en cualquier caso, habrá abierto un surco
permanente en esta dolorida tierra nuestra.
No
hay nada que celebrar, más allá de la promesa de que algún día se empezará a crecer
y a crear empleo. Será fiesta entonces y la celebraremos. Pero no ahora. No
consigo imaginarme un Quijote de armadura reluciente, desfilando en olor de
multitudes y entusiasmado tras vencer a los gigantes. Antes bien veo al
caballero de la Triste Figura, encorvado y gris, recorriendo el escenario de
una fiesta sin luces ni banderitas de colores.
Como
Macondo tras el diluvio.
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