Igual que la “prima” tiene pinta de señorita Rottenmeier, o nos figuramos a los mercados con frac, puro y chistera, la crisis tiene cara de niño, y todos miramos hacia otro lado para no encontrarnos con sus ojos.
No son los ojos de la cabeza del negrito con pelo rizado con el que nos enviaban a la calle el día de la cuestación del Domund. No viven en un país remoto, con interminables sabanas y tierras cuarteadas; no miran al intrépido fotógrafo con los labios llenos de moscas, los pies descalzos y las tripas hinchadas. Y por eso no los vemos.
No se ven a la hora de bajar salarios, subir impuestos, cerrar escuelas o quitar la miserable ayuda de cien euros por trimestre a las familias numerosas. No se piensa en su frío a la hora de subir el gas, bajando la calefacción, ni al rebajar las becas o las ayudas al transporte, ni al borrar de la agenda de los que mandan las políticas de apoyo a la infancia.
Esto no es África, por mucho que diga Shakira. Esta maldita crisis no afecta ni al ocio de los niños, ni a su alimentación, ni a la decreciente participación en actividades extraescolares, porque no hay dinero para material (también lo dice UNICEF), ni a la angustia de los menores, porque todos en su casa están angustiados.
Tenemos otras cosas de qué preocuparnos, y ni un minuto para leer un informe preocupante que nos habla de niños con un futuro de hambre, de hambre de alimentos, de afectos y de educación. Ya saben, eso de comer gachas y aprender a leer, escribir y “echar cuentas”.
En Macondo se cumplió la maldición de los Buendía y nació un niño, el último Aureliano, con cola de cerdo. Ojalá aquí estemos a tiempo de conjurar el hechizo.
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