Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 19 de noviembre de 2015

Desde Macondo. TRISTES GUERRAS

Suenan tambores de guerra y el ruido ensordecedor tapa-de momento-el resto de los sonidos. El sonido de la crisis, el de las corrupciones, el drama de los parados, los lamentos de la solidaridad y la justicia heridas de muerte, el de la democracia enferma…
         Todo calla ante la guerra. Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes armas si no son las palabras. No hay más palabras en el diccionario, ni más colores n la paleta que el negro de la noche, del humo y de la pólvora, el rojo de la sangre, el verde de los soldados y el brillante plateado de los aviones.
        Condenando todo lo que de condenable y horrible tienen los sangrientos atentados de París, y dando por sentado que no sé nada de estrategias, no alcanzo a entender las llamadas a la guerra, cuando no nos enfrentamos a un enemigo convencional, a un ejército como los de toda la vida, con su territorio, sus fronteras, sus soldados. Con sus muertos civiles y sus daños colaterales.
         No sé qué saben y conocen los sesudos servicios de Inteligencia del mundo occidental que les permita creer que la guerra es la solución y que cuantos más países nos apuntemos a ella, mejor. Y no quiero ni pensar en las miles de personas atrapadas en medio del fuego cruzado.
         Nos han sacudido las entrañas los muertos de París. Las mismas entrañas que estaban relativamente tranquilas mientras se masacraba a civiles indefensos, mientras se acumulaban miles de víctimas, millones de desplazados y refugiados que sólo han merecido unos segundos en el telediario, y eso si había alguna imagen impactante que echarse a la cámara, tipo niño entre ruinas humeantes o similar. O ejecuciones salvajes. Así durante meses y meses, ante la impasibilidad de la ONU.
         Pero ahora suenan tambores de guerra. Alguien ha decidido que es el momento aunque el resultado sea incierto, o peor aún, esté lleno de certezas.
         El Coronel Aureliano Buendía que promovió 32 guerras civiles y las perdió todas, llegó a una conclusión, "no imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla”. En su soledad infinita, "cuando se recibían noticias de nuevos triunfos y se proclamaban con bandos de júbilo, él medía en los mapas el verdadero alcance, y comprendía que sus huestes estaban penetrando en la selva, avanzando en sentido contrario al de la realidad."
         En el mismo sentido que avanza esta guerra en la que el mundo se embarca ahora, y que será difícil terminar. Tristes guerras.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Desde Macondo. PORQUE ERA MÍA

Cuatro mujeres muertas pocas horas después de la celebración de una marcha histórica en contra de la violencia de género. Una respuesta macabra y cruel. Algo así como el “ahora vas a llorar con razón” que te decía tu madre al darte un cachete. Cuatro, para que quede claro por qué parte de su anatomía se pasan algunos las protestas, y hacia qué lado miran otros.
       No es pena, ni indignación, tan siquiera impotencia. Es rabia, sin paliativos, lo que llevo intentando digerir sin ningún éxito. Somos más de la mitad de la población. Han pasado muchos años desde que empezamos a votar, a estudiar, a integrarnos en el mundo del trabajo… Y aquí estamos. Copando las cifras del paro, con empleos peor remunerados que los hombres, con años más largos, que una mujer tiene que trabajar 418 días para ganar el mismo dinero que un hombre cobra por 365 días de trabajo.
       Y además, violables, maltratables, asesinables. Propiedad del macho alfa.
       Siempre que hay un asesinato, la maté porque era mía, con su posterior historia, se había separado, tenía otra pareja, se había marchado de casa harta de malos tratos o porque quería ser dueña de su vida, vienen a mi mente los versos de Agustín García Calvo, la más bella declaración de amor que conozco: “Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña. Pero no mía”.
       Ni de nadie. Que han pasado los tiempos de los trogloditas que porra en ristre encontraban quien les calentara la cueva y les diera hijos; y el Medievo y el derecho de pernada, y los años oscuros de la mujer en casa y con la pata quebrada. Son, deberían ser, tiempos de mujeres libres, y nos encontramos hablando un día sí y otro también de muertes violentas sin que esto parezca tener fin.
       No es problema de mujeres, aunque seamos nosotras las víctimas. Una sociedad que permite esto es una sociedad enferma. Y todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la falta de medios para acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las leyes injustas, la discriminación a la hora de acceder a puestos de responsabilidad o, simplemente a cobrar lo mismo por el mismo trabajo. Y cuenta la sensibilidad para estar del lado de las víctimas.
       No podemos resignarnos. No podemos convertirlo en una conversación más. Una más, qué horror, cuántas van este año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante?
       No somos de nadie. Y nos ha costado mucho ser libres. Tan altas, bajas, rubias, gordas o flacas, listas o simples, madres o no, trabajadoras o desempleadas, serias o alegres. Como cualquier hombre. Como cualquier persona.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Desde Macondo. TODOS LOS NOMBRES

Curiosamente, en la deliciosa novela de Saramago de la que tomo prestado el título, no hay nombres. Sólo el suyo, don José , el protagonista. A lo largo del libro aparecen más personajes, pero todos ellos anónimos. El jefe, sus compañeros de trabajo, la vecina, los padres de la desconocida, el director del colegio, la asistenta de la tienda, el pastor, etc. No son importantes. No tienen nombre.
       Y poner nombre, cara y circunstancias a cualquier historia es una máxima del Periodismo. Siempre me lo han contado así. Lo próximo, lo cercano, lo que conocemos, es lo más importante. Y hay que acercar lo que queda lejos dotándolo de rasgos humanos, de cualquier detalle que nos sacuda la conciencia y nos haga leer el artículo hasta el final. Claro que es lógico que nos sobrecojan más las tragedias que pasan a nuestro lado, en nuestro lugar de residencia, en nuestro país, que las grandes catástrofes que suceden al otro lado del Globo. Y que a fuerza de ser grandes, han perdido todos los visos de realidad.
       Después de semanas, meses, años leyendo, escuchando y viendo las mil y una tragedias de los refugiados o los inmigrantes, de acostumbras la pupila a los vaivenes de pateras a la deriva, de camiones frigoríficos con macabra carga humana, de manos y pies lacerados por las afiladas concertinas, un día vemos la imagen de un niño ahogado en la playa y se nos encoge el corazón. Y todos intentamos respirar al tiempo que el pequeño sirio al que se esfuerzan en reanimar dos pescadores turcos.
       Uno es Aylan. El otro, Mohamed. Y en un pis pas sabemos todo de sus familias, de la vida que tenían en su país antes de que la guerra les obligara a irse, de la dureza del viaje a ninguna parte que emprendieron, y hasta de los escasos enseres domésticos que acarreaban para una nueva e incierta vida.
       Lo sabemos todo de ellos, y aún nos quedamos con ganas de conocer más. Porque tienen nombre. Ni un dato de la docena de pequeños que han perdido la vida en aguas griegas esta semana. Ni el sexo, ni la edad. Ni tan siquiera conocemos el número exacto, por aquello de las estadísticas, para que luego aparezca en titulares eso de “nosecuantosmil" inmigrantes han perdido la vida en el Mediterráneo en lo que va de año”. O de mes. O en un fin de semana.
       No tienen nombre, y también el número es incierto. Y lo peor es que nos estamos acostumbrando a ello. A despacharlo con “otro montón de ahogados”. Quizás haya que borrar del mapa esta Humanidad y empezar de nuevo, como en Macondo, cuando el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas.
       Para que todos tengan nombre. 

jueves, 29 de octubre de 2015

Desde Macondo. FIN DE LA CRISIS

Puede que alguien todavía se crea esa máxima propagandística de que una mentira mil veces repetida se convierte en verdad. A mí, cada repetición me indigna no mil, sino un millón de veces. Que no. Que no, que la crisis no se ha acabado para la inmensa mayoría, que el hecho de que en una familia de 10 pueda comer uno, no significa que haya salido el hambre de la casa. Por muchas veces que lo digan,
       Me pone de los nervios ver a quienes nunca han pasado fatiga o dificultad, ni tienen amigos, vecinos o familiares que las pasan, colgarse una medalla cada vez que tienen un micrófono cerca hablado de recuperación, de milagros económicos, de crecimiento del PIB, de ser los mejores del mundo mundial… Decretan el fin de la crisis, corre ríos de tinta escritos con nuestros dolores, pero eso sí, dejándonos claro que todavía hay síntomas de debilidad y que hay que ser muy prudentes para evitar recaídas.
       Lo ha dicho el mismísimo presidente, “España en estos años ha cambiado de cara”. Y de cuerpo. Y de espíritu. Claro que hemos cambiado. Somos irreconocibles, porque ya casi no recordamos cuando nos compadecíamos de los mileuristas, o cuando la Sanidad nos ofrecía confianza, cuando las pensiones de los abuelos no servían para que comieran hijos y nietos, cuando las “duras” jornadas de trabajo eran completas y se pagaban como tal, cuando los contratos de un mes, de ocho horas o de un ratito eran una excepción y no la norma…
       Se acabó la crisis. Porque sí. Porque han decidido que es el momento, elecciones por medio. Si está desempleado, si se engloba en el “precariado”, en el que el sueldo no da para vivir, si es joven o becario y trabaja gratis, si tiene más de 45 años y ya está expulsado del mercado de trabajo (no digo nada si encima es mujer), es otra historia. Y si tiene que pasar frío en invierno y calor en verano por que el recibo de la luz es imposible, pues se aguanta.
       Han decidido que este es el País de las Maravillas, y sí o sí nos lo tenemos que creer. Y portarnos bien, no vayamos a deshacer todo  lo que se ha conseguido.
       En Macondo nacieron niños  con una cola de cerdo, el agua hervía sin fuego y algunos objetos domésticos se movían solos; hubo una peste de insomnio y otra de olvido y los huesos humanos cloqueaban como una gallina; un niño lloró en el vientre de su madre; el cura levitaba al tomar una taza de chocolate y Remedios La Bella ascendió a los cielos mientras doblaba las sábanas. Y un huracán arrancó el pueblo de cuajo, llevándoselo del suelo y de la realidad.
       Todo mucho más real y más creíble que el fin de la crisis.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Desde Macondo. FILOSOFÍA Y TOROS

Están de moda. Tristemente de moda. Casi al mismo tiempo hemos conocido que la primera, la filosofía, pasa a ser una “maría” en los planes de estudio, y que la nueva Formación Profesional oferta un curso de banderillero. Dos mil horas lectivas que incluyen prácticas con carretón, o conocimientos para extraer el semen de un toro. Tauromaquia y Actividades Auxiliares Ganaderas se llama, y entre las posibles salidas profesionales del nuevo título figuran, además del de matador de novillos, el de peón agropecuario, pastor y banderillero o picador.
        Me callaría si el tema quedara ahí. Igual el ex ministro Wert, que ha puesto tierra y Pirineos de por medio, tenía algún compromiso que cumplir.  O tal vez sea tan solo una muestra más de los intentos denodados de este Gobierno por hacer que el tiempo corra al revés, por llevarnos medio siglo hacia atrás.
        Qué tristeza. Decretan que el amor por la sabiduría, la filosofía, es una estupidez, un sentimentalismo absurdo; decretan que las Humanidades, que el diccionario define como “Conjunto de disciplinas que giran en torno al ser humano”, y que incluyen la como la literatura, o la historia, deben ocupar las mínimas horas posibles en la agenda escolar, igual que la música o las artes plásticas. Que son caprichos innecesarios y no nos deben distraer de lo importante.
        Como si fueran lujos, actividades extraescolares tipo hacer macramé o apuntarse a taichí. Pasar un rato con Aristóteles, con Sócrates, o con Platón o con Kant, con Rousseau y hasta con San Agustín, es una pérdida de tiempo. Todos han sido expulsados de clase, Igual que la Historia de la Literatura, o simplemente la Historia. Por no hablar del Latín y el Griego, las lenguas clásicas, que también han sido declaradas proscritas.
        Creo que si tuviera que comenzar ahora mis estudios, me iría directamente a la FP Básica, al curso de Tauromaquia, para acogerme a la salida profesional de pastor, pastora en mi caso. En la inmensidad de las dehesas, mientras echara un ojo a los toros, podría dedicarme, sin presiones, a meditar sobre el mundo, a leer a los clásicos, a analizar lo que pasa, a hacerme las mil y una preguntas que se hicieron antes los que ahora han sido silenciados…
      Y tal vez hasta pudiera, como en Macondo, descifrar los pergaminos de Melquiades que contaban la historia de Cien Años de Soledad.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Desde Macondo. CAMBIO DE ARMARIOS

Cuando lleguen las elecciones, que llegarán, estaremos a un pasito de cambiar de estación. A un solo día, que mientras rumiemos y asimilemos los resultados, ya será invierno. Pero mientras llegan, y para desintoxicar, quiero hablar de cosas más prosaicas, más vulgares, de las que nos pasan a los seres corrientes y molientes mientras alrededor suenan campanas de campaña, mensajes apocalípticos, números y más números, y vuelan los puñales.
           Con las primeras gotas, las primeras hojas caídas y los tímidos fríos matutinos, llega el cambio de armario. Para desesperación mía y sospecho que de mucha gente. Odio el cambio de temporada. Sacar ropa, guardar ropa, no saber qué zapatos ponerte, ir con los pies helados, andar con la chaqueta para arriba y para abajo... Y  lo peor de todo, que se te caiga medio armario encima cada vez que abres la puerta.
           Cuando me reencarne-porque digo yo que esto no se puede quedar así-, y si me dejan elegir destino, voy a pedir que me cambien a un lugar sin estaciones, o de eterna primavera. Hasta admitiría otoño. Pero sin cambio de armarios, o con uno solo.
           Sin abrigos, chaquetas, bufandas, jerseys, zapatos opresores, medias ídem, calcetines desemparejados, edredones, pijamas de cuello alto... Un par de rebequitas y un chubasquero, que en esos sitios llueve a menudo, y se acabó. Cuatro camisetas, otros tantos pantalones y chanclas liberadoras para mis maltratados pies. Nada de subir y bajar al altillo cada tres meses, ni de cajas debajo de la cama, ni de pelusas. Ni de enfrentarte al "esto no me cabe" o al "¿Como pude ponerme esto?" de cada temporada.
           Ni al volver a guardar con el sempiterno por si acaso, cuando sabes que nunca tendrás ni los años ni el cuerpo de entonces. Y no digo nada de lo pasado de moda, de los colores que ya no se llevan, de la moda que viene, y que no tiene nada que ver con la que llegó el año pasado... Por no hablar de las sesiones de lavadora, por haber guardado apresuradamente las cosas al primer rayo de sol. Lo de la plancha me lo salto, que me pone los pelos de punta.
           Y eso que la crisis nos ha convertido en maestros del reciclaje, y de las visitas a ese chino tan amable que cose tan bien y te arregla las cosas en un pis pas. Hasta puedes fardar diciendo que son “vintage”.  Si para colmo de alegrías no hay que poner calefacción y no existe impuesto al sol…
           Pues eso. Nos vemos en Macondo, o en cualquier paraíso tropical.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Desde Macondo. TROGLODITAS

Cuatro mujeres muertas, y vamos por la mitad de la semana. Tres, en 72 horas. Una cifra escalofriante en lo que va de año, y aún nos quedan tres meses para terminarlo.
          ¿Alguien se acuerda de Hug el Troglodita? Vale, es de hace mucho tiempo, pero es que una ya tiene un largo recorrido. Pues para los que no lo sepan, era un personaje de tebeo (ahora cómic), cuyas andanzas discurrían en la Prehistoria, entre dinosaurios y esas cosas. Pues bien, el amigo Hug, que no era muy agraciado, nos mostraba la forma de ligar que se llevaba en su época. Describo: Fijarse en la mujer adecuada, golpearla en la cabeza con una porra, agarrarla de los pelos y llevarla a rastras hasta casa.
          Y vivir felices y comer perdices o mamuts o lo que comieran, hasta que la muerte los separara. Sin que ella rechistara en ningún momento, que la porra formaba parte del mobiliario de la casa. De la cueva.
           Eso era hace un millón de años, cuando los dinosaurios poblaban la tierra.  Los dinosaurios han desaparecido; los trogloditas no. El meteorito que acabó con los grandes lagartos no eliminó los genes salvajes, machistas, primitivos o no sé cómo llamarlos, de los seres humanos. Y andando los años, los siglos, los milenios, seguimos hablando de mujeres muertas a cargo de sus parejas o ex-parejas, que tanto da una cosa que otra.
           No valen leyes, ni órdenes de alejamiento, ni pulseras de vigilancia, ni casas de acogida. No vale nada. Sólo la cifra de víctimas, dos, cinco, siete, con denuncias, sin ellas, con condenas, con teléfono del maltratador, en pueblos, en ciudades, españolas, ecuatorianas o marroquíes, bolivianas o rumanas. Muertas.
          Parece que nos hemos resignado. Una más, qué horror, cuántas van este año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante? Lo estamos convirtiendo en una conversación más, en algo habitual, como ver a Hug aporreando a su amada.
          Tal vez tenga que caer otro meteorito sobre la tierra. O mejor, tal vez tenga que producirse otro Big Bang. O tengamos que preguntarnos, de una vez por todas, qué sociedad estamos construyendo.