Un grupo de investigadores de la Universidad de Coimbra,
en Portugal, ha demostrado que la pasión que sienten por el fútbol los
aficionados más acérrimos es similar al sentimiento de una persona enamorada.
Al parecer, los circuitos cerebrales que se activan en los hinchas de cualquier equipo, son los mismos que en los casos del amor
romántico Ante situaciones como
un gol, una buena jugada o un buen resultado , se ponen en marcha regiones similares del córtex frontal, donde
se libera dopamina a modo de recompensa.
Y claro, al igual que en el amor romántico, este
tipo de pasión por el fútbol se puede tornar en obsesión y perjudicar al
comportamiento racional, pasando al grado de fanatismo. Ya se sabe que del amor
al odio, hay un paso. Y en medio están los celos, y el afán de posesión… Lo que
se ha llamado de toda la vida de Dios perder la cabeza por amor, y que ahora,
según la ciencia, también se puede aplicar al fútbol.
Viene esto a cuento de los vergonzosos episodios de
violencia que hemos podido ver en las últimas semanas y que, curiosamente, mezcla
la pasión por el fútbol con la supuesta pasión de padre. Adultos hechos y
derechos enzarzándose a puñetazos por lo que sus retoños hacían o dejaban de
hacer en el terreno de juego. Y más grave porque los retoños jugaban en
categoría infantil, que sin entender mucho, creo que anda por los 11 ó 12 años.
Será que el amor paterno también activa la misma
región del cerebro, cuando se mezcla con el deporte rey, que no he visto nunca,
ni creo que lo vea jamás, al padre de un violinista o de un pianista
enzarzándose con los progenitores de los clarinetes o los flautistas de una
orquesta por un quítame allá esa nota que has dado mal, o ese compás que te has
saltado.
No creo que mis ojos vean nunca a un padre o una
madre tirando de los moños a los supuestos rivales de sus hijos en una
competición de gimnasia, o de natación, o en un concurso de cuentos. Sólo en el
fútbol. Debe ser por la zona de las pasiones.
Sea por lo que sea, aún me produce sonrojo ver a los
chavales intentando separar a sus respectivos padres que, a años luz de
cualquier tipo de razón, daban rienda suelta a sus instintos más primarios, a
la lucha pura y dura, ofreciendo el más lamentable y poco edificante
espectáculo.
Por no hablar de los insultos que dedican a sus
propios hijos cuando pierden el balón o se dejan “vivo” a un adversario. No sé
si piensan que todos van a ser Messi o Ronaldo, que los van a retirar y que de
sus botas van a salir, directamente, puñados de euros para asegurarse la vejez.
Me recuerdan a la película Pequeña Miss Sunshine,
basada en los infames concursos americanos de belleza infantil, en el que una
madre comprueba que su hija, gordita, paliducha y con gafas, no puede competir
con las princesitas hipermaquilladas, con el pelo perfectamente rizado y
vestidos de noche. Y la niña se empeña en hacerlo. Pobrecita. Da gana de matar
a toda la familia.
Las bajas pasiones de los padres hacen un flaco
favor a los hijos, que deberían disfrutar del deporte sin más, de pasar un buen
rato entre amigos y, si sus capacidades y la suerte les sonríen, convertirse en
Messi y ganar dinero a espuertas.
Con amplitud de miras y sin dejar espacio a las
bajas pasiones.
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