Puede que alguien todavía se crea esa
máxima propagandística de que una mentira mil veces repetida se convierte en
verdad. A mí, cada repetición me indigna no mil, sino un millón de veces. Que
no. Que no, que la crisis no se ha acabado para la inmensa mayoría, que el
hecho de que en una familia de 10 pueda comer uno, no significa que haya salido
el hambre de la casa. Por muchas veces que lo digan,
Me
pone de los nervios ver a quienes nunca han pasado fatiga o dificultad, ni tienen
amigos, vecinos o familiares que las pasan, colgarse una medalla cada vez que
tienen un micrófono cerca hablado de recuperación, de milagros económicos, de
crecimiento del PIB, de ser los mejores del mundo mundial… Decretan el fin de
la crisis, corre ríos de tinta escritos con
nuestros dolores, pero eso sí, dejándonos claro que todavía hay síntomas de
debilidad y que hay que ser muy prudentes para evitar recaídas.
Lo
ha dicho el mismísimo presidente, “España en estos años ha cambiado de cara”. Y
de cuerpo. Y de espíritu. Claro que hemos cambiado. Somos irreconocibles,
porque ya casi no recordamos cuando nos compadecíamos de los mileuristas, o
cuando la Sanidad nos ofrecía confianza, cuando las pensiones de los abuelos no
servían para que comieran hijos y nietos, cuando las “duras” jornadas de
trabajo eran completas y se pagaban como tal, cuando los contratos de un mes,
de ocho horas o de un ratito eran una excepción y no la norma…
Se
acabó la crisis. Porque sí. Porque han decidido que es el momento, elecciones
por medio. Si está desempleado, si se engloba en el “precariado”, en el que el
sueldo no da para vivir, si es joven o becario y trabaja gratis, si tiene más
de 45 años y ya está expulsado del mercado de trabajo (no digo nada si encima
es mujer), es otra historia. Y si tiene que pasar frío en invierno y calor en
verano por que el recibo de la luz es imposible, pues se aguanta.
Han
decidido que este es el País de las Maravillas, y sí o sí nos lo tenemos que
creer. Y portarnos bien, no vayamos a deshacer todo lo que se ha conseguido.
En Macondo
nacieron niños con una cola de cerdo, el
agua hervía sin fuego y algunos objetos domésticos se movían solos; hubo una
peste de insomnio y otra de olvido y los huesos humanos cloqueaban como una
gallina; un niño lloró en el vientre de su madre; el cura levitaba al tomar una
taza de chocolate y Remedios La Bella ascendió a los cielos mientras doblaba
las sábanas. Y un huracán arrancó el pueblo de cuajo, llevándoselo del suelo y
de la realidad.
Todo mucho
más real y más creíble que el fin de la crisis.